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jueves, 9 de junio de 2011

CRISTINA 2011

¡¡¡ POR la REELECCION de CRISTINA FERNANDEZ KIRCHNER 2011 ¡¡

Elecciones 2011: el efecto CFK

Cristina conducción

Por Adrián Murano
26.05.2011
     
La Presidenta se convirtió en la gran electora nacional. Sus candidatos suman triunfos, las encuestas la ubican primera cómoda y crece la aprobación a su gestión. Cómo pasó del duelo a comandar la estrategia electoral del PJ. 
Es ella. Aunque irrite a la prensa canalla que husmea en su botiquín buscando explicaciones químicas a las demostraciones de entereza; aunque martirice a una oposición sedienta de crisis; aunque desoriente a los recios caciques sindicales que aún creen en aquello del “sexo débil”; aunque indigeste a los atildados CEOs empachados de poder. Aunque le disguste a un sector opulento de la clase media que matiza su indignación consumiendo con frenesí. Es ella, Cristina Fernández de Kirchner, la que marca el pulso político del país.

Puede parecer una obviedad. Al fin y al cabo, se trata de la Presidenta de un país presidencialista acostumbrado a girar en torno a la figura presidencial. Así fue casi siempre –salvo pusilánimes excepciones–, pero la regla se rompió el mismo día en que asumió CFK, la primera mujer que accedió a la presidencia a través del voto popular. Ese dato marcó la diferencia: en un país impregnado por el machismo más retrógrado, no fueron pocos los electores que se atrevieron al sacrilegio de votar a una mujer porque, en última instancia, era la esposa de un ex presidente querido, temido y respetado –según el caso– por los más diversos sectores de la sociedad. Los primeros en expresar ese prejuicio de género, cuándo no, fueron los medios hegemónicos, que desde el vamos acuñaron un simpático pero ofensivo neologismo político: el “doble comando”. Sin sutilezas, el sistema tradicional de medios –siempre proclive a explotar en beneficio propio los puntos débiles de los políticos con responsabilidad de gestión– buscaron instalar la idea de una presidenta débil y maleable, manejada desde las sombras por su marido, Néstor Kirchner.

La operación calaba en la entumecida conciencia cultural de un país acostumbrado a depreciar a la mujer por el solo hecho de serlo. “¿A quién se le ocurre que una mujer puede gobernar un país? ¿Alguien cree que se puede caminar en el barro de la confrontación social, gremial o política con tacos altos?”, dispararon a repetición, palabras más o menos, los mismos medios que durante décadas construyeron el imaginario dominante de la mujer ideal: sumisa, decorativa, domesticada. Buena para los mandados, pero nunca para mandar. Analistas y periodistas que se ufanan de su buena educación comenzaron a mencionar a Kirchner como el “copresidente” o “presidente” a secas, reduciendo a Cristina a la mera representación protocolar de la institución presidencial. La sobreactuación de género de CFK nació como un antídoto contra esas manifestaciones flagrantes de machismo. Lo consiguió a medias: al verla pelear contra esa adversidad cultural convertida en operación política de baja calaña, muchas mujeres jóvenes se plegaron a un batalla que detectaron medular. Otras mujeres, en cambio, no toleraron verse en el espejo mejorado que les proponía la Presidenta y respondieron a la interpelación del modo en que fueron formateadas durante generaciones: criticando las formas. “Mirá cómo habla con ese tono de maestrita ciruela, mirá cómo se viste, mirá con qué tupé critica en la cara a esos señores de negocios, mirá cómo se maquilla, mirá cómo se peina.” La fustigaban, precisamente, por ser mujer. Por comportarse como tal. Por cometer la imperdonable herejía de amalgamar femineidad y poder. Habrase visto tanto desparpajo.

En esa ciénaga de prejuicios se dispusieron a pescar los poderosos de siempre, ese club selecto que reúne a políticos-lobbistas, instituciones sempiternas y hombres de negocios acostumbrados a utilizar al Estado como un coto de caza privado. Buscaban anticiparse a los disgustos por venir. Sabían que el país que recibía Cristina se parecía poco y nada al que le había tocado en suerte a su marido. Kirchner asumió entre los escombros de una Argentina devastada por la peor crisis económica, política y social de su historia. La reconstrucción requirió de altas dosis de pragmatismo y precisión de equilibrista para sostener convicciones sin espantar a los fundamentales aliados de ocasión. El panorama de CFK, en cambio, distaba de aquella postal. Las finanzas nacionales mostraban crecimiento sostenido, los índices sociales despegaban del subsuelo y, lo más importante, se había reconstituido la autoridad política como no ocurría desde la breve primavera que siguió a la recuperación de la democracia. Eso era lo que más preocupaba al elenco estable del poder: a diferencia de la fase uno, signada por la necesidad de acumulación, la fase dos del proyecto K prometía acelerar la distribución. Una afrenta a la tradicional gula de los sectores dominantes que, aterrados, decidieron pasar a la acción.

La batalla por la 125 estalló apenas a los tres meses del recambio presidencial. Fue una bienvenida feroz. Recién llegada a la gestión, Cristina debió enfrentar un violento lockout patronal del sector más dinámico y opulento de la Argentina: el campo. Con un eficaz ataque de pinzas, el club del poder usó a los medios tradicionales para alentar el descontento y potenciar piquetes salvajes. La flamante mandataria se enfrentó a una disyuntiva: confrontar con una masa de votantes que resultó clave en su elección o claudicar frente a ellos para preservar ingresos fiscales a riesgo de condicionar el resto de su mandato. La salida elegida para aquella crisis alumbraría la táctica que caracteriza a la gestión K: “Nunca menos”.

El eslogan, surgido de la creatividad de los artistas populares que con el paso del tiempo fueron abandonando la precaución noventista para zambullirse en la pasión militante, define con precisión el concepto que guió al matrimonio Kirchner durante los siete años que compartieron la conducción del proyecto. Porque, más allá de la persistente campaña misógina, eso fue lo que ocurrió desde el comienzo: Néstor y Cristina fueron compañeros de vida, de causa, de militancia, y de gestión. El cambio de rol institucional no alteró el equilibrio que desde siempre signó el funcionamiento político de la pareja. Se repartían, eso sí, las tareas según sus afinidades y talentos. Kirchner disfrutaba en la mesa de arena, gozaba trazando estrategias, se apasionaba hasta con la rosca política más insignificante. Cristina participaba de esas partidas, pero su misión fundamental era mantener el rumbo del proyecto, oficiar de brújula para evitar que el día a día los desviara del horizonte. Los dos sabían que el éxito o el fracaso dependían de su pericia para complementar sus capacidades y así minimizar sus deficiencias. Ni Chasman ni Chirolita. Compañeros.

El 27 de octubre de 2010 un trágico infarto de miocardio terminó con esa sociedad. Con Néstor Kirchner murió, además del hombre, un método de acción política novedoso y efectivo: hasta el matrimonio K, nunca antes un presidente había compartido la toma de decisiones con un par. Esa peculiaridad permitió que ambos, a su turno, superaran adversidades sin la sobrecarga anímica de la soledad. Eso ya no existe. Pero la ausencia física del compañero de lucha trajo consigo un reemplazo cuya potencialidad apenas comienza a despuntar: la protección del legado. Que es, ni más ni menos, que la continuidad y la profundización del proyecto.

Hace siete meses Cristina sufrió un golpe político y emocional que muchos se apuraron a imaginar como terminal. Frente al féretro del líder, propios y ajenos se hicieron eco de aquel prejuicio fundacional: sin Néstor, Cristina no era nada. La oposición fragmentada y oportunista se frotó las manos. En el Club del Poder Eterno hubo festejos y aprontes para retomar el control por asalto. Algunos caciques sindicales y políticos, acostumbrados a la supervivencia, reforzaron sus trincheras. Los más leales contuvieron la estocada anímica y prendieron el piloto automático hasta que la jefa estuviera en condiciones de retomar el comando de la nave sin su copiloto. Un proceso que se aceleró por un hecho inesperado: la multitud de pibes que despidieron con llantos al líder fallecido y animaron con cantos a la líder en funciones fue el primer paso para salir del desconcierto. Lo demás, para Cristina, fue seguir con el plan de ruta que la pareja se había trazado varias décadas atrás: ejercer el poder delegando lo justo y necesario, ponerle el cuerpo al día a día sin perder de vista los detalles menores, que es donde habita el diablo.

En los meses que sucedieron a la muerte de Kirchner, Cristina fue barriendo una por una las suspicacias que surgieron con su viudez. La economía, ese depredador natural de los políticos en crisis, se mantuvo en caja. Desairó al interesado coro de ángeles del establishment que le ofreció un pacto social con forma de salvavidas de plomo y retuvo la potestad de terciar en los conflictos de intereses desde una parcialidad varias veces ratificada: “Entre los trabajadores y los especuladores, yo estoy con los trabajadores”, repitió la Presidenta, en cada atril que tuvo a mano. Ese mensaje sirvió, además, como eficaz disciplinador de los caciques sindicales que quedaron al borde de un ataque de nervios con la partida de su interlocutor habitual.

En la vereda de enfrente disputó y ganó frente a la avanzada de los sectores concentrados que pretendieron utilizar una virtual acefalía para encumbrar a sus lobbistas. Un caso testigo fue la reñida elección del titular de la Unión Industrial Argentina, donde el Gobierno operó con elegante contundencia para tabicar el arribo del tándem Clarín-Techint, quienes pretendían cooptar la cúpula de esa organización con la evidente intención de convertirla en un ariete de sus urgencias corporativas.

Los pronosticadores crónicos de calamidades ya no pueden con tanta contrariedad. El último mal trago: la consagración de CFK como una hábil estratega de campaña. La pulseada pública con el titular de la CGT, Hugo Moyano, sirvió para dirigir un contundente mensaje hacia la interna del PJ: “La jefa soy yo”, les dijo, respaldada por la avalancha de votos que su presencia obtuvo para los candidatos del FPV en distritos hostiles como Catamarca, Santa Fe y Chubut. Desde entonces, ningún peronista en su sano juicio se anima a discutir la estrategia electoral que trazó la Casa Rosada. La imposición de cuotas de participación en las listas para la juventud K, la imposición de listas adherentes que despiertan alergia en varios caciques distritales del conurbano, la acertada estrategia de lanzar a tres precandidatos en suelo porteño para instalar desde el vamos la idea de que el kirchnerismo competirá fuerte en la ciudad y la consagración de Daniel Filmus –el candidato que mejor medía en las encuestas–, forman parte de la frenética sucesión de decisiones tácticas expedidas por el comando central de campaña conducido en persona por CFK. Los objetivos de esas martingalas electorales son múltiples: refuerzan las chances del proyecto, dinamitan los erráticos intentos opositores por constituir la oferta unificada con la que sueñan los enemigos del proyecto K, y ratifican el liderazgo de la Presidenta en un espacio cuyos intereses son tan heterogéneos como las personas que lo conforman, pero que, puestos a escoger, eligen quedarse donde calienta el sol. Y el astro, hasta ahora, sigue entibiando el proyecto K. Una prueba: al menos tres encuestas difundidas esta semana coinciden en que la gestión presidencial supera el 50 por ciento de adhesión. Sólo ese dato alimenta la natural expectativa sobre un eventual lanzamiento a la reelección. Pero en la Casa Rosada saben que no tienen por qué apurarse. Por ahora, mantener la incógnita de esa candidatura cantada sirve para evitar desgastes innecesarios y prolongar los efectos de aquel mensaje que, erróneamente, los medios tradicionales imaginaron sólo destinado a Moyano: con cada elección que gana sin ser candidata, la Presidenta ratifica que los votos son del modelo, de esa construcción colectiva que nació como una sociedad de dos, pero que se extendió a aquella multitud transversal que lloró la muerte de Kirchner en la Plaza de Mayo, en los pañuelos de madres y abuelas, en la lealtad de los artistas que le cantan y los obreros que lo apuntalan, en los empresarios que comprendieron la necesidad estratégica de incluir para ganar. No fue casual que los pibes de La Cámpora escogieran a un héroe colectivo como el Eternauta para ilustrar ese persistente fenómeno político de masas que irrumpió hace ocho años y que se llama “kirchnerismo” por la azarosa asociación con el apellido que lo alumbró. Y que aún tiene a una socia fundadora como legítima conductora.

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