Veintitres
Mendoza
Herencia de un amor
09.12.2010 | 16.58 Comentar |
Foto: Horacio Paone
Lila militaba en el ERP y Alicia en Montoneros. Ambas fueron secuestradas, y por eso ahora están siendo juzgados militares retirados y ex policías de Mendoza. Sus hijos buscan saber la verdad.
Por María Eva Guevara
El “Yo me pongo la camiseta” no tiene parangón con ninguna de las formas antes conocidas, hechas en memoria de los que desaparecieron en la trágica dictadura. En Mendoza primero fueron los pins con el rostro de Paco Urondo y Alicia Raboy repartidos en un acto de homenaje a la pareja militante realizado en junio de este año, cuando tomaba impulso la idea de que comenzaría el juicio contra los responsables del terrorismo de Estado. Y una vez que ese juicio arrancó en los tribunales federales apareció el rostro de Lila De Marinis estampado en varias remeras blancas. En ambos casos, no es una liviana ocurrencia, ni una campaña, ni mucho menos un método de subestimar los ideales de los desaparecidos. Todo lo contrario. Es una vía asumida luego de un duro proceso interno por parte de familiares y seres queridos, sobre todo en los hijos de los desaparecidos, los que sufrieron la gran pérdida, que en determinado momento emergen del ruidoso silencio en el que permanecieron durante años.
Cuando Angela Urondo encontró esa vía decidió celebrarlo en un blog que está en permanente construcción, igual que su historia, donde cada cosa que publica sobre su madre Alicia Raboy, o su padre, el poeta y militante Francisco “Paco” Urondo, es documentada con retazos a capricho excelentemente bien escritos. Angela Urondo no faltó el primer día del juicio con esos pins en su ropa, como una segunda piel que le sobreimprime al legado trágico de la dictadura ese otro irrenunciable de procesar a los muertos de la dictadura y arraigarlos a la historia para que nunca más sean desaparecidos.
Lisandro, hijo de Lila De Marinis, en cambio, faltó el primer día. Como todo proceso interior, cada uno lo vive de modo diferente y con un reloj propio. Estuvo muchos años sin revelar mayores preguntas que despejaran la verdad y la memoria de su madre, secuestrada un 3 de junio de 1976. Pero al segundo día del juicio oral y público sí apareció y pasada la primera ronda de testimonios dejó definido el sentido de esos ojos grandes impresos en las remeras. “Quiero decirles a los que se llevaron a mi mamá que no pudieron con nosotros; estamos más unidos que nunca”, dijo en declaraciones a Diario Uno. Reconoció que le costó elaborar el concepto de la desaparición, pero que “hoy las cosas están más claras”, y cerró diciendo: “Estoy orgulloso de mi origen, y voy a llevar la causa de mi madre bien alto”.
En el caso de Mendoza no se registran datos concretos del paso de los secuestrados por centros clandestinos de detención, tampoco están identificados quiénes integraban las patotas que actuaban en los múltiples secuestros ni se ha podido romper el pacto de silencio por el cual se le niega a las familias el mínimo consuelo de saber dónde descansan sus restos. Recién ahora, a más de 30 años, se está juzgando a un grupo responsable y está empezando a difundirse la información suficiente por la que están implicados estos represores, directa o indirectamente.
En los casos De Marinis y Raboy, sobrevuelan las trayectorias de vida semiclandestina o en fatal huida. Son dos mujeres a las que se les ha impuesto, como si fuese de una vez y para siempre, el lugar de las víctimas. Pero como con la remera, hay otra capa encima de esa, y esa sí les hace justicia porque repara en actos anónimos que entrañaban un gran riesgo, loables y plenos de sentido dentro del entramado ético de la sociedad. Valga aquí recuperar algunos pasajes de estas historias de mujeres hechas al calor de su memoria.
Lila y su triunfo: Lisandro. Todos le llamaban Lila, en realidad su nombre era Lidia Beatriz; nació en Mendoza el 6 de enero de 1949. Tenía cuatro hermanos. Su madre, Isabel, de 92 años, la recuerda como una joven alegre, muy cariñosa, que a partir de los 18 años empezó a usar anteojos como rasgo de su personalidad. Tenía una voz poderosa y cantaba en las peñas, recuerda su hermano Hugo, aclarando que a todos los niños en la casa sus padres les hacían estudiar música (de hecho su hermana Dora es una de las grandes pianistas del país).
Después de hacer la escuela secundaria en el Martín Zapata, Lila se fue a Córdoba a estudiar odontología. Vivía con su amiga Olga Ballarini. La revelación de su militancia llegó un día en que su madre le escribió una carta contándole que Hugo se había hecho peronista. “Estás haciendo la justa”, le dijo después y comenzó a regalarle libros. Al tiempo, el resto de la familia también se daría al debate de la política prestando la casa para las reuniones.
Entre 1972 y 1975 Lila vivió entre Córdoba, Buenos Aires y Mendoza. Su militancia comenzó en Buenos Aires. Se había instalado ahí para trabajar ya que el negocio de su padre se había venido abajo y no podía continuar alquilando el departamento en Córdoba. Trabajaba en un laboratorio como empleada cuando conoció a Horacio Basterra, quien sería su pareja; entró al PRT, de ahí al ERP. Horacio era responsable de su grupo.
A partir de entonces, si se toma como referencia el tiempo que transcurrió hasta el golpe militar del 24 de marzo, los acontecimientos se aceleran al ritmo de la modalidad represiva oficial. Esa célula del ERP en Buenos Aires se desarma y Lila y Horacio vienen a refugiarse a Mendoza. Según cuenta Hugo, un día llegó de la terminal y le contó que en Buenos Aires le habían reventado la casa, que había podido escapar con su compañero, pero que no tenía dónde estar ni contacto con nadie del ERP.
Lo primero que le preguntó es si podía irse a vivir en la casa de los padres. Le preocupaba hacer más vulnerable tal lugar habida cuenta de que Hugo también militaba. Según relata Hugo, se estableció un contacto con uno de los responsables del ERP en Mendoza que era sobrino del cura Llorens. Desapareció unos meses después. En general, todos lo conocían como Pancho. A todo esto, Horacio fue enviado a Tucumán y en breve pasó a ser un militante clandestino, con una orden de captura que no le permitió por ejemplo reconocer al bebé que tuvo con Lila ese año de huida, que a larga fue más bien una encerrona.
Lila decidió alquilar una casa y no decirle la dirección a nadie de su familia. Su madre recuerda que la acompañaba hasta la parada del micro y allí se despedía de ella y de su nieto recién nacido Lisandro. Para entonces, gracias a otra de sus hermanas, Lila había empezado a trabajar de cajera en La Paulina, un negocio céntrico, pero no la pasó nada bien desde que la vieron embarazada ya que sus patrones se empeñaron en que renunciara. Ella pidió consejos porque continuó militando, repartiendo material de propaganda en actos relámpago por los barrios y procurando contactos que a la larga no le servirían de nada porque Mendoza era una sangría hacia 1976. Los militantes caían y la organización estaba prácticamente liquidada.
A finales de mayo de 1976 Lila termina renunciando al trabajo y al juicio laboral que le correspondía y viaja sola con su bebé a Buenos Aires a encontrarse con Horacio, de quien ya se había desvinculado sentimentalmente. La idea del viaje era que Horacio le diera unos contactos para que le pasaran plata y un alojamiento pero nada de eso apareció. Horacio sólo pudo conseguir un pasaje de vuelta a Mendoza para Lila, en todo lo demás, ella se quedaba sin ninguna protección.
Según relata su hermana, Lila era consciente de las torturas que padecían los prisioneros cosa que la llevaba a insistir en que si llegaba a caer, debían pedir que la legalizaran. Esas eran las instrucciones y se aferraba a ello. “Yo le dije, a esos tipos que torturan habría que arrancarles uña por uña y cortales en pedacitos, y ella me cortó y me dijo: callate, no te podés convertir en la misma bestia que son ellos, nosotros luchamos en contra de eso, no podemos hacer lo mismo”, cuenta la hermana, quien lo último que le dijo en la terminal fue “cuidate”.
Es probable que ese sentimiento de haber emprendido un camino sin retorno, luego de haber perdido a los amigos, los compañeros, las propias viviendas, todos los puntos de referencia, haya terminado por cimentar las peores circunstancias. Reinaba la desconfianza asociada con la delación, cosa que ocurrió en varios casos aunque quizá nunca sepamos fehacientemente cómo y en qué caso. La sensación generalizada era la de estar atrapado y junto a ello el impulso de persistir con el lazo político con la organización aunque básicamente por el temor y el aislamiento. Estaban todas las condiciones dadas para esa trampa mortal, condiciones que están descriptas por Pilar Calveiro en Poder y desaparición: los campos de concentración en la Argentina. Señala esta autora que el incremento de la represión y las condiciones internas de las organizaciones no permitieron ese rasgo de lucidez política o instinto de supervivencia básicamente porque desde 1975 los militantes veían cada vez más próxima la posibilidad de su aniquilamiento y las organizaciones no los apoyaron para que pudieran salir del país.
El mismo día que llegó Lila de Buenos Aires, con Lisandro, de 5 meses, fue secuestrada. A la mañana había llegado y se había instalado en la casa de sus padres. Por la madrugada, una patota con los rostros ocultos bajo pasamontañas ingresó a la casa. En la primera habitación, maniataron a sus padres y tiraron abajo todo lo que había en los placares. En la segunda habitación, encontraron a Lila con su bebé. Al lado dormía su hermano menor, Gustavo, de 15 años. A él le ordenaron que bajara la cabeza mientras que a Lila la abofeteaban y le decían “¡Hablá, mierda!”.
Según recuerda Isabel, antes de llevarse a su hija le dijeron “ahí le dejamos a su nieto”. Trabaron la puerta del departamento para que no los siguieran y la subieron a un auto. Isabel alcanzó a desatarse y ver por la ventana esa escena. Recuerda haberla visto en camisón con una especie de funda de la cama en la cabeza. Como la portera se había asustado y había llamado a la comisaría que estaba a dos cuadras del departamento, un oficial le contestó diciendo que no se preocupara porque era un “operativo de rutina”.
Nunca más tuvieron noticias en la familia De Marinis sobre Lila. Entre las dudas que revuelven semejante dolor hay una clavada como espina. Al otro día del secuestro sonó el teléfono de la oficina donde trabajaba su padre. Según la persona que atendió, el llamado de una voz de hombre que no se identificó se limitó a decir que de parte de Lila su mensaje era que no se olvidaran de ponerle las vacunas al nene.
El pasado 31 de noviembre, Isabel tuvo la oportunidad de declarar en el juicio donde está imputado quien fuera interventor de la provincia Tamer Yapur. A escasa distancia del acusado, Isabel le contó al tribunal que Yapur se había burlado de ella en una de las tantas gestiones que hizo para denunciar y recuperar a su hija. Contó que Yapur le aceptó una entrevista y en ella se se limitó a decir que no le gustaba “ver a la gente llorar para luego ironizar que su hija podría estar en Córdoba”.
Uno de los momentos más intensos vividos con la declaración testimonial de Isabel fue cuando pidió a los acusados que de una vez por todas rompan el pacto de silencio que tienen y digan dónde están los restos de su hija y de los otros desaparecidos. “Es una cosa muy triste que tengo en el corazón el no saber qué fue de ella, de sus restos, y quiero saberlo antes de morime. Porque creo que he llegado hasta acá por el firme propósito de hacer justicia por ella, por mi hija y por todos los otros desaparecidos, y creo que voy a seguir estando un tiempo más si Dios me ayuda para ver que los que hicieron tan terribles cosas paguen su deuda con la sociedad, y no quiero venganza ni nada por el estilo. Mi hija y todos los demás eran seres humanos que no se esfumaron, estaban en la tierra, lucharon por sus convicciones porque querían un país mejor con más igualidad, con menos pobres o gente totalmente marginal, esa fue su lucha. Por ello dio la vida, de la peor forma... torturada... yo siempre traté de no pensar en el trato que estaría recibiendo mi hija, y espero que no haya resisitido mucho tiempo, que haya muerto pronto para escapar de esa horrible cosa que fueron los represores, ese es mi deseo más profundo. Y quiero decir que me molesta bastante que haya gente que pudiendo saber no tengan el coraje de hablar”, dijo ante el Tribunal.
Alicia Raboy y el giro en los relatos. “Pocas cosas puedo decir de mi mamá que no haya escrito”, dice Angela Urondo. Y es verdad. Para bucear en su conmovedora historia sólo hace falta dar rienda suelta a la lectura fragmentaria de su blog que no por nada se llama “Pedacitos”.
Cuenta Angela que Alicia Raboy nació en Buenos Aires en enero de 1948. Empezó a militar de adolescente en la UES (Unión de Estudiantes Secundarios). Fue una miembro muy activa de esa agrupación. Estudiaba ingeniería naval y trabajaba en el diario Noticias.
Vale aclarar que Noticias fue un periódico que nació como órgano militante del peronismo revolucionario, pero que llegó a un público mucho más amplio. Tenía una gráfica comparable al resto de los periódicos comerciales y apuntaba tanto a registrar los acontecimientos como a ofrecer análisis y reflexión. Lo hacían un grupo de periodistas e intelectuales militantes como Rodolfo Walsh, Juan Gelman, Miguel Bonasso, Horacio Verbitsky y Francisco “Paco” Urondo.
Con Urondo, que era su jefe y le llevaba varios años, empezó a tener una relación sentimental clandestina. Entre 1974 y 1976 su militancia la llevó a diversas actividades. Estuvo a cargo de la sección 9ª de la Agrupación Evita y uno de sus proyectos principales era una guardería comunitaria en la iglesia Santa Amelia. Hacia 1976 la cosas se volvieron bien difíciles. La Conducción Nacional de Montoneros le reprochó a Urondo su infidelidad (Lily Mazafferro era la pareja de Urondo y los había descubierto) por lo que decidieron aplicarle una suerte de “despromoción” dentro de la organización. La consecuencia de esa acusación moral y condena fue fatal porque implicó el traslado de Paco, Alicia y su beba de menos de un año a Mendoza.
Según lo que ha contado René Ahualli, la Turca, sobreviviente y amiga de ambos, Paco estaba a cargo de la seguridad de todo un grupo de personas y por ello debía hacer citas de control, justo en momentos o a la par en que la dictadura dejaba de reprimir con dureza para directamente diezmar a los cientos de militantes de las organizaciones. Alicia en la clandestinidad era llamada Lucía. En la reconstrucción de su historia, Angela pudo dar con unas fotos en las que aparece ella en brazos de su madre que son totalmente extrañas porque en clandestinidad no estaba admitida tal cosa. También pudo rescatar una carta fechada el 9 de junio de 1976 dirigida a su mamá y hermanos. En esa carta, Alicia escribe:
“Ya estamos instalados en la casa, tratando de hacerla entrar en calor a fuerza de horno (la temperatura acá es de 2 grados). La nena está contenta con el papá, aunque le cuesta un poco adaptarse y está fastidiosa. La casa es muy linda, con una cocina grande donde se puede estar todo el día. Ocupa una esquina, así que tiene luz y aire, y además hay un fondo grande que por ahora está sucio pero se puede convertir en un jardín.
“Yo no tengo por ahora nada que hacer excepto arreglar la casa, y además las costumbres del lugar son de mucho dormir (siesta hasta las 17), lo que favorece mis inclinaciones naturales. Me falta un televisor, que ya mandamos a pedir a Bs.As. para completar la fiaca. El barrio también es lindo, de casitas tipo chalet.”
La carta termina diciendo que la semana que viene estaría llamando por teléfono. El hermano de Alicia, José Luis, relató que estaban a la expectativa de ese llamado porque Angela estaba por cumplir 1 año el 28 de ese mes. Como ese llamado no se produjo, temieron lo peor. En efecto, el 17 de junio, el terror ganó la escena. En vista del despliegue de vehículos, armas y policías, unos ocultos y otros como disfrazados bajo las órdenes de Luciano Benjamín Menéndez, lo que se perpretó fue una cacería cuyo blanco eran los ocupantes de un Renault 6. Es decir, Paco –manejando-, Alicia, de acompañante junto a Angela, y sentada atrás, la militante René Ahualli. Se dirigían a una cita de control pero no sabían que el compañero al que verían había caído con anterioridad y estaba preparada la emboscada.
En un momento dado el auto pasó de su andar normal a ser perseguido en el medio de un intenso tiroteo, a plena luz del día. De los tiros, pasó a frenada cuando Paco alertó que se sentía mal y se había tomado la pastilla de cianuro. Las mujeres se bajaron del auto y fue desesperante el intento que hicieron por sobrevivir. René lo consiguió, pero Alicia entró a un corralón y allí no tuvo escapatoria. Gritaba pidiéndoles a los que estaban en dicho corralón que le recibieran a la nena, cosa que hicieron. De inmediato un montón de tipos que obviamente eran de las fuerzas de seguridad empezaron a tirarle patadas en el suelo frente a los vecinos presentes en la esquina de Tucumán y Remedios Escalada.
Lo último que se sabe de Alicia es que un vecino intentó defenderla de los golpes pero no tuvo más remedio que apartarse porque dispararon para amedrentarlo. De ahí en más, la orquestación de la mentira hizo lo suyo. Paco Urondo fue registrado como un cadáver NN –fue restituido a sus familiares–; de Alicia no hay ninguna constancia de su paradero –sólo se sabe que pasó por el D2– y Angela estuvo 23 días secuestrada hasta que fue restituida y dada en adopción a una prima de Alicia que le ocultó la verdad sobre su identidad hasta el final de su adolescencia. Ahora bien, desde hace unos años, Angela empezó otra vía para dar con la verdad y construir la memoria de esos sucesos. Para empezar, el primer relato que existe sobre lo sucedido –descartando obviamente el comunicado de Menéndez que reprodujeron los periódicos con su lenguaje pro-dictadura– es el que hiciera el escritor y periodista Rodolfo Walsh, a partir de lo que informó René, días después de escabullirse de forma increíble de esa emboscada. Angela lo ha incluido en su blog, es un texto fechado el 29 de diciembre de 1976. En él aparecen algunos errores sobre los hechos, dice por ejemplo que a Lucía (Alicia) la habrían matado ahí mismo, cuando en realidad se la llevaron viva al D2; dice también que a Paco le habrían dado dos tiros en la cabeza cuando después se supo que murió por un culatazo en la cabeza propiciado por el sargento que está siendo enjuiciado actualmente, Celustiano Lucero. Pero además, por estar demasiado apegado a la perspectiva histórica inmediatamente posterior al golpe, el texto de Walsh respira derrota histórica. Y en ese sentido, con Angela al mando de la escritura, la historia tiene unos giros sorprendentes.
Aquí, uno de sus últimos escritos. Tiene como fecha el 1 de diciembre de 2010 y se titula “D(2) volver”:
“Recuerdo el ruido, las explosiones, los gritos y mi llanto y mi miedo. Recuerdo la incomodidad, el sofoco de la tela y la estructura de metal debajo del asiento del auto; la necesidad de volver a sentirme a salvo, en un lugar segura, en los brazos de mamá, duérmete niña, duérmete ya. Recuerdo el último contacto cuerpo a cuerpo, que no llegó a ser abrazo, ni beso, ni despedida, apenas una brusca sobrevida. Recuerdo su voz y su olor y su miedo. Recuerdo mi incomprensión. Ese ruido. Recuerdo la perspectiva de esa esquina, sentada sobre el capot de un auto, entre muchos autos desordenados. Los recuerdo a ellos y a sus radios de walkie-talkies. Y hay mucha gente, entre quienes busco uno por uno, cara tras cara, entre todos esos desconocidos, a mis padres recién perdidos. Y recuerdo cosas sueltas de los otros lugares donde me llevaron después: un cuartito azul, o verde clarito, luminoso, en una parte más tranquila, donde creo que me dieron de comer. Saliendo de ahí, a la derecha y después bajando por una escalerita angosta que desemboca en un pasillo, con puertas a los costados y mucha oscuridad. Recuerdo ruidos y olores. Algunos de esos lugares ya los encontré, otros todavía no. Puertas, ventanas, con formas especiales o en ubicaciones muy particulares, que quedaron repitiéndose en mi memoria a la hora de los dulces sueños; hasta la actualidad, como los tubitos largos de metal, asomándose por las mirillas que se abren en las puertas, o por ventanucas escondidas, cañitos finitos y largos de metal, que salen de cualquier parte hasta quedar muy, muy cerca de los ojos, hasta poder verlos por dentro.
“No recuerdo quién me dio la comida, ni quién me hizo dormir, ni quién me limpió el culo, ni quién me hizo qué ahí dentro. No recuerdo cuándo dejé de llorar. Cuándo dejé la necesidad. Cuándo empecé a olvidar.
“Algo mío quedó en el D2 y algo del D2 quedó dentro mío (y duele más que unos D2itos adentro. Cuac.) Espero que el Juicio permita devolver las cosas a su lugar, poder recuperar algo de lo mío y aliviar un poco el peso de esta carga, que nunca me debió haber tocado. Que los horrores, se vuelvan por donde vinieron, que se vayan con sus autores y que después de este juicio, ya nunca más me pertenezcan”.
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