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Los claroscuros de una batalla popular
El juicio de la UP1 fue el más difícil de concretar desde la caída de las leyes de la impunidad. Los aspectos controvertidos de la sentencia son el resultado de la conflictividad política y la incomodidad institucional de un proceso histórico. A pesar de la sangre, el sudor y las lágrimas, los verdaderos protagonistas tienen derecho a sentirse triunfadores.
2010-12-30 ::
Por Alexis Oliva - Prensared
Más allá de la anulación de las leyes de la impunidad impulsadas desde el Gobierno nacional desde 2003, mucho esfuerzo, paciencia y perseverancia ha costado en Córdoba llevar adelante los procesos judiciales contra los responsables del terrorismo de Estado.
Cómo no recordar aquel 24 de marzo de 2007, cuando el entonces presidente Néstor Kirchner entregó el ex campo de exterminio de La Perla a los organismos de derechos humanos, pero “ese general que no merece ser llamado así” todavía estaba tranquilo en su casa y el principal orador azuzaba a los magistrados para acelerar las causas.
Fue recién en 2008 cuando Luciano Benjamín Menéndez y otros siete represores fueron condenados a prisión perpetua en cárcel común por los homicidios de Hilda Palacios, Humberto Brandalisis, Carlos Lajas y Raúl Cardozo, cuatro jóvenes militantes que luego de ser secuestrados fueron vistos en La Perla antes de ser "trasladados" y ejecutados clandestinamente en un "operativo ventilador".
Al año siguiente, Menéndez acumuló otra perpetua, esta vez acompañado por ejecutores del ala policial del terror, por el espeluznante asesinato del subcomisario Ricardo Albareda y las torturas al obrero Raúl Morales y el sindicalista Carlos Moyano.
Pero los fusilados de la UP1 seguían esperando justicia en el oscuro, silencioso y frío limbo del olvido. La “causa maldita” se posponía y posponía, con los familiares y militantes de derechos humanos empujando como Sísifo una y otra vez la piedra a la inaccesible cima de la montaña, para que la corporación judicial la empujara cada vez barranca abajo.
Pero un 2 de julio de 2010 sucedió lo que parecía imposible. O al decir de Fermín Rivera, ex preso político y primer denunciante de este juicio: “Lo que nunca hubiera imaginado”. Aquella fría mañana de julio comenzó por fin el juicio oral por los homicidios y torturas a los 31 presos de la UP1 fusilados por “ley de fugas”
Y encabezando la nómina de 31 acusados, se sentaba nada menos que Jorge Rafael Videla, 25 años después del histórico juicio a los comandantes, acaso como un premio especial a tanta lucha por memoria y justicia.
Incluso, el tribunal que los juzgó ganó en eso que se llama “calidad institucional”, al conformarse con miembros no sospechados de colaborar con la dictadura. Es cierto que algunos ex magistrados y funcionarios judiciales debieron estar sentados en el mismo banquillo de los acusados como partícipes necesarios de los crímenes de la UP1. Pero por lo menos esta vez no se sentaron entre los jueces.
Durante los seis meses de proceso oral, la contundencia de los testimonios -entre ellos, unos 80 ex presos políticos- y el peso de la prueba documental pusieron en evidencia mucho más que el rol de los verdugos de uniforme, desenmascarando a los cómplices civiles: eclesiales, judiciales, médicos y políticos.
La potencia política de esta causa fue difícil de digerir para el históricamente conservador ámbito judicial, e imposible de obturar con el aséptico ritual jurídico. Por eso, en varias ocasiones, se echó mano a la teoría de “los dos demonios”, en burdos intentos de deslegitimar el proceso y criminalizar a las propias víctimas por su historia de militancia revolucionaria.
Pero ya nada podía detener el caudal de una verdad ocultada durante tantos años. Así, con 63 audiencias, el juicio llegó a su desenlace, la sentencia: prisión perpetua para Videla, Menéndez y otros catorce acusados; siete condenados a penas de entre 6 y 14 años y siete absueltos.
Esta última cifra dejó una sensación de impotencia y amargura, difícil de calmar con el argumento de la dificultad para construir evidencia penal a 34 años de los hechos, siendo que en gran medida la demora es atribuible a negligencia de la propia Justicia.
La inesperada decisión de dejar en libertad a los ex oficiales militares Pablo Daloia y -principalmente- Osvaldo César Quiroga, sobreseídos de los asesinatos de Arnaldo Toranzo, Hugo Vaca Narvaja y Gustavo De Breuil, el 12 de agosto del 76, es la espina que frustró las ansias de justicia de sus familiares y quienes sienten como propios a todos y cada uno de los fusilados.
Los fiscales y querellantes inmediatamente anunciaron que apelarán esta absolución. Es que resulta por lo menos una muy benevolente interpretación de la rúbrica puesta por Quiroga en el recibo del traslado previo al fusilamiento colectivo (y no era el primero, sino el sexto episodio de similar modus operandi). Un curioso desenlace para el caso que los verdugos eligieron para comunicar a modo de advertencia a los demás presos, obligando al sobreviviente Eduardo De Breuil a presenciar los cuerpos acribillados de su hermano, Vaca Narvaja y Toranzo. Un paradójico epílogo para aquella “orgía de sangre”, como le susurrara un oficial al oído de Jorge, el mayor de los De Breuil.
Así también el caso del José Osvaldo Villada, quien habría sido asesinado junto a José Angel Pucheta y Carlos Alberto Sgandurra, el 28 de mayo del 76, quedó huérfano de evidencia, bajo una sombra de misterio y consecuente impunidad.
Y por supuesto, más allá de los aspectos polémicos de la sentencia, hay que anotar en la cuenta de los déficits la negativa a convocar al diputado nacional radical Oscar Aguad, para que dé explicaciones –en el contexto de la causa Gontero- de por qué siendo Ministro de Gobierno de Ramón Mestre defendió y mantuvo en funciones al represor Carlos Yanicelli, quien llegó al tercer lugar de la jerarquía policial, ostentando el cargo de jefe de Inteligencia Criminal, a pesar de haber sido procesado por estos crímenes ya en 1987.
Justamente, en la lista de los triunfos debe apuntarse la prisión perpetua para Yanicelli, cuya lectura despertó una ovación que superó en decibeles a las de los mismísimos Videla y Menéndez. Comprensible, porque la militancia padeció a Videla y Menéndez hasta 1983, mientras que a Yanicelli, Yamil Jabour y demás represores de azul los tuvieron que soportar por lo menos hasta fines de los 90, cuando recién fueron desafectados de la Policía. Meterlos presos equivale exactamente a eso que reclama cierta oposición de centro derecha: darle más seguridad a la ciudadanía.
El decibelímetro popular también se acercó al máximo al enunciarse las perpetuas para Pedro Mones Ruiz y Gustavo Adolfo Alsina, aquellos tenientes responsables de las guardias y virtuales “jefes de campo” en la UP1, culpables de los homicidios de Raúl “Paco” Bauducco y René Moukarzel, respectivamente.
Por el caso Bauducco también fue condenado a perpetua, como autor material de la ejecución del militante del PRT, el cabo Miguel Ángel Pérez, quien por lo menos tuvo el gesto decente de pedir disculpas a los familiares de su víctima, lo que le valió una reprimenda del ex teniente general Videla, no exenta de cierto desprecio de clase hacia el suboficial que rompió el pacto de silencio y tuvo el tupé de afirmar que el sagrado Ejército le “arruinó la vida”.
A su vez, para Alsina los abogados querellantes lograron que se cambie la figura penal de “tormentos agravados seguidos de muerte” –planteada por la instrucción y sostenida por los fiscales- por la de “homicidio con ensañamiento y alevosía”, fundamentada en el dolo y la crueldad del victimario en el estaqueamiento del médico santiagueño.
Fueron los claroscuros de un fallo imperfecto, que dejó sensaciones de contrariedad, pero que no puede privar a los familiares, sobrevivientes, militantes y todo aquel que haya aportado su grano de arena en esta lucha, a sentirse protagonistas de una batalla ganada.
Justamente, por ser un triunfo sobre todos los poderes que quedaron al descubierto durante este histórico semestre, la sentencia no podía de ningún modo ser “redonda”.
Tal como dijo Humberto “Negro” Vera -quien aportó un testimonio clave para el caso Bauducco-, “acá lo más importante no es la sentencia, sino el juicio mismo”.
Sí, lo más importante fue el juicio. Y es una brillante ironía del destino que la demora lo termine concretando justo en el año del Bicentenario, para interpelar a esa Córdoba conservadora, que en 1810 lloró y cantó loas a sus mártires contrarrevolucionarios realistas fusilados con el ex virrey Santiago de Liniers en Cabeza de Tigre.
Sí, tiene razón el “Negro” Vera. Porque fue el juicio mismo el que dejó una lección de historia, de política y de vida, y mejor homenaje rindió a aquellos otros fusilados de 1976, verdaderos patriotas, ahora por fin reivindicados frente a esa Córdoba que pretendió darles la espalda.
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