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Rebeldía juvenil ayer, hoy y siempre
“No piden demasiado. Reclaman que se les hable con la verdad, que no se les considere mano de obra barata y descartable”, afirma el periodista e historiador Silverio Escudero a propósito de la toma de colegios.
2010-10-14 ::
Por Silverio E. Escudero (*)
La paz ha sido un norte perseguido por generaciones. Cada una de ellas hizo su aporte. Algunas fueron más comprometidas que otras. Pero todas fueron importantes, valiosas. La nuestra forjada en medio del idealismo de la década del 60, produjo una verdadera revolución. Una revolución cultural que, imaginada como respuesta a un mundo crispado por la violencia de la guerra fría, marcó con fuerza las décadas siguientes.
La tarea emprendida fue ardua. No resultó fácil avanzar. La resistencia de la sociedad burguesa fue dura, tremenda. No reparo en medios. Condenaba sin atenuantes. Quizá porque vivía en una burbuja, en un instante de esplendor económico y no quería verse reflejaba en un espejo que mostrara sus debilidades, sus miserias. Es que se había transformado –gustosa- en esclava de una sociedad industrial que buscaba nuevos mercados, nuevos consumidores. El automóvil, el teléfono y la fiebre por los electrodomésticos fueron algunos de los exponentes icónicos de la época.
La respuesta fue un grito de rebeldía que repercutió en todos los confines. Se profundizaban abismos intergeneracionales. “Toda la generación de ustedes –denunciaban los jóvenes de entonces- está equivocada. La sociedad en que viven y en la que me han hecho vivir es una trampa, es una farsa. El “establishment” es un cepo y ustedes están atrapados en él”. Y nuestros padres, por más que se esforzaran, no supieron o no pudieron comprender que corrían vientos de cambio.
El centro del debate se situaba en el corazón de Estados Unidos y Europa. Por estas latitudes solo atisbábamos lo que ocurría. Lo hacíamos a partir de descubrir a Sartre o Marcusse, de la mano, quizá, de algún viejo profesor que guió nuestras primeras lecturas o por la extraordinaria transmisión de conocimientos que se gestaba en cada rincón de la ciudad. O en la experiencia de aquellos otros que sufrían, desde sus puestos de trabajo, la injusticia de un sistema económico que los esclavizaba. Los partidos políticos apenas si farfullaban respuestas de ocasión. No fueron capaces, por apatía, temor o ineficacia, de mirarse a si mismos y proponer nuevos paradigmas. Tarea que, sin duda, continúa pendiente.
No ha pasado tanto tiempo. El retroceso, notable, aun continúa. Los procesos de consolidación de modelos autoritarios y los noventa, con su revolución conservadora, al parecer, enterraron la ilusión. Estamos convencidos que no es así. Mienten los que creen que estábamos desorientados y que los jóvenes de hoy también lo están. No es entendible que nos hayamos convertido en bomberos. Los años nos han dado mayores responsabilidades. Por esa razón - simple y sencilla- no debemos abandonar o arriar las banderas, a pesar que puedan aparecer deshilachadas. Debemos acompañar los procesos de cambio.
Nos lo reclaman, a cada instante, los jóvenes, los estudiantes. Esos estudiantes que se alzaron para reclamar que se les considere sujetos activos de la sociedad. Hacer lo contrario es faltarle el respeto. No piden demasiado. Reclaman que se les hable con la verdad, que no se les subestime o considere mano de obra barata y descartable. Ellos, aquí y ahora, están construyendo una sociedad más justa y solidaria. La misma que no supimos o no pudimos forjar en nuestro tiempo.
La protesta evita el anquilosamiento. Tiene profundas bases morales. Pone blanco sobre negro. Visibiliza los problemas que la burocracia gubernamental niega en forma sistemática. Quizá porque el confort de los despachos afecta la percepción de sus inquilinos. Confunden la realidad. Les cuesta reconocer su propia desidia. Las cosas, por cierto, no se solucionan con discursos vacuos ni con palabras altisonantes. Decir lo contrario es faltar a la verdad.
Un viejo texto acude en nuestra ayuda. La juventud vive y trabaja en rebeldía. Es absolutamente necesario para que nos demos cuenta que el contraste entre lo que idealizamos y cotidianeidad esta cuajado de violencia. Violencia que impide que seamos cada día más libres. Es el comienzo del cambio en contra de la “violencia institucionalizada” que no da respuestas concretas. Los ejemplos huelgan. Un escrito de escasos renglones y un proyecto de ley, oscuro, absurdo y abstruso, fueron las armas esgrimidas por quienes tienen la obligación de conducir. ¿En que pensaban? ¿Qué intereses persiguen?
La supresión parcial de la enseñanza de la Historia y Biología de la currícula fue el primer paso. Ante tamaño desatino se legítima la desconfianza. Con esa medida se está impidiendo la formación del espíritu crítico y la iniciación en el conocimiento científico. Detalles no menores por cierto. La educación pública debe ser universal, gratuita, plural y laica, conceptos estos que aparecen difusos en el proyecto oficial. Deben estar definidos de manera taxativa. No hay excusas posibles.
Algunas preguntas nos rondan desde siempre. Si el ejercicio de la religiosidad pertenece al fuero íntimo de las personas ¿por qué llevarla al espacio público? ¿No es someter a niños y adolescentes, criados en otras confesiones o en hogares de no creyentes o de librepensadores, al escarnio de sus compañeros? ¿Quién tiene las respuestas que faltan? Las aguardamos.
Comercio y Justicia.
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