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19 y 20 de diciembre de 2001.-



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sábado, 25 de septiembre de 2010

EL FUTURO de ARGENTINA

Por María Pía López

Hecho e interpretación

12-09-10 / Sarlo leyó lo suficiente a Borges para evitar el traspié de nombrar lo que ocurre como ilusión cómica, sin embargo roza esa tentación cuando señala que quienes dirigen el proceso político no tienen las credenciales habilitantes para hacerlo.


Es una buena noticia: en las páginas del diario fundado por Bartolomé Mitre, Beatriz Sarlo ha sustituido a Mariano Grondona como comentarista central de la coyuntura política. No es que Grondona no escriba, sino que los artículos que se anuncian en la primera plana, que generan intervenciones, que circulan, son los de la autora de La ciudad vista. Polémicos, arriesgados, no dejan de hacer proliferar interpretaciones y querellas. Ese desplazamiento quizá sea el signo de un cambio en la estrategia política del diario. A diferencia de Clarín, que no deja de actuar con la desesperación del que cree tener los meses contados y con la oscura pasión de la venganza, por lo cual sus intervenciones son pensadas como golpes, ataques directos o emboscadas, La Nación juega en otros plazos. Sus editores parecen haber advertido que cuando los mandobles son insuficientes es necesario el turno de la comprensión.

Grondona es el hombre de los enunciados ideológicos inconmovibles, que llegó a considerar al kirchnerismo la forma vernácula más amenazante del marxismo. Una vieja derecha agita como peligro las imágenes de banderas rojas, expropiaciones, totalitarismos. Insuficiente. O más bien: capacidad de abroquelar fuerzas alrededor de la otra trinchera. Por eso, sus artículos no dejan de ser humorísticos en su arcaísmo y, a la vez, muchos quisiéramos que fueran ciertos y que la historia estuviera una vez más a las puertas de una transformación revolucionaria. Pero se sabe que la derecha teme más de lo que resulta necesario temer y de cualquier chispita imagina un incendio que arrasaría con el edificio social y ante cualquier conflicto reclama sangre. No está solo y a su alrededor pueden verse las posiciones tradicionales de la Sociedad Rural, un antiperonismo sin dubitaciones, una nostalgia del país previo a la “caída” de los años cuarenta.

No es el caso de Sarlo. Su pensamiento proviene de las fraguas de la izquierda y de la revisión conceptual y política que se dio en la llamada transición democrática. Combina así problemas más tradicionales del campo de las izquierdas con tópicos republicanos-liberales. Es sobre este entramado de ideas que compone su crítica al Gobierno. Estamos, entonces, en un mundo distinto al de Grondona. También en el movimiento que lleva adelante en la secuencia de sus artículos, que se trata claramente de un ejercicio interpretativo y comprensivo, al que si algún menoscabo hay que señalarle es la vocación por confirmar su punto de partida: esto es, un antikirchnerismo militante. El que la ha conducido a defender a un oscuro gestor de la demolición empresarial de la ciudad (un tal Macri) como si fuera una víctima nimbada de valores patrios. Todo su esfuerzo de comprensión de lo que sucede en la coyuntura política argentina parte de la sorpresa frente a un grupo dirigente que es concebido como impostor o ilegítimo para llevar adelante las tareas que enuncia realizar.

Sarlo leyó lo suficiente a Borges para evitar el traspié de nombrar lo que ocurre como ilusión cómica, sin embargo roza esa tentación cuando señala que quienes dirigen el proceso político no tienen las credenciales habilitantes para hacerlo. Por ejemplo, que la enfática defensa contemporánea de la cuestión de los derechos humanos y la cercanía a las organizaciones que se articularon en su defensa no es coherente con los legajos de sus impulsores, que habrían descubierto el tema más como herramienta de legitimación que como núcleo valorativo relevante. Luego de la aprobación de la ley sobre la igualdad de derechos matrimoniales, y a propósito de la llamada que recibió de un lector converso al oficialismo, recordó que esa ley no había sido parte de la agenda histórica del partido en el poder.

Estas interpretaciones se sustentan en las dudas acerca de los legajos y las intencionalidades. Por un lado, se contraponen los hechos a los antecedentes de quienes son parte fundamental de su realización y se declara la impertinencia de las trayectorias. ¿Cómo se explica, entonces, el fervor de los compromisos que movilizan esfuerzos, negociaciones políticas, nuevos conflictos? Habría una intención declarada –la de conseguir tal o cual ampliación democrática, afirmar tal o cual derecho– que no correspondería a la verdadera intención: la de constituir operaciones exitosas de acumulación de recursos, poder y legitimidad. Ante el argumento “Grondona”, aparece la desmentida: “No son de izquierda, sólo aparentan”. La tesis última –aunque expresada con más sutilezas que en el estilo del escandalizado Solanas– es la de la impostura, que intenta develar tras los hechos presuntas razones ocultas.

El problema es todo lo que arrastran estos supuestos: especialmente una medición de la vida política no en función de ciertos procesos sociales y de acontecimientos que amplían o reducen los derechos, las formas de vida, los campos de posibilidades; sino en función de intencionalidades y trayectorias individuales. Arrastra un pasaje, para decirlo con viejos términos, de lo objetivo a lo subjetivo, al centrar el análisis en las intenciones –¿quién puede conocerlas?, ¿quién puede revelarlas? Y, en todo caso, ¿dónde fundan su importancia?– desdeñando en su nombre a los hechos.

Quizás el Gobierno haya instaurado la asignación universal a la niñez para seducir más votantes o haya incorporado la cuestión de los derechos de la diversidad sexual para encantar a las clases medias, o impulse los juicios por terrorismo de Estado por necesidades de legitimación. Ninguna de esas razones que podrían o no estar entre los motivos que orientan la intervención política desmerece el valor de la asignación universal, los derechos civiles o los juicios a los crímenes del pasado. En todo caso, estaríamos ante el caso de un feliz encuentro entre una agenda civil, organizada desde la perspectiva de distintos grupos sociales o desde las minorías activas o desde partidos con escueta representación parlamentaria, y un grupo de pragmáticos –tal como quieren verlo ciertos analistas– que puede disponer su fuerza para cumplir esa agenda.

La pregunta por las intenciones no hace justicia al momento, pero tampoco a las posibilidades de producir intervenciones políticas más concentradas en la ampliación de esa agenda que en el juicio sobre la sinceridad de los dirigentes políticos. O en la prístina coherencia de los agrupamientos. Sarlo, a lo largo de su artículo sobre los posibles comportamientos electorales de las clases medias, sostiene que son raras las ocasiones en las que los ciudadanos votan programáticamente, que más bien lo hacen por articulaciones a veces indeclaradas de pragmatismo, convicciones, creencias. Pero al final llama a un tipo de alternativa política, frente al kirchnerismo, capaz de superar lo que este tiene de rejunte entre “lo progresista y lo inadmisible”, “lo viejo y lo nuevo”.

El grupo gubernamental es una amalgama de conservadurismos y apuestas al futuro, de intuiciones frente a la época y de liturgias heredadas. Es ambigua su composición política. Y se engarza y funciona en una realidad social no menos ambigua. Pero en estos años se han desplegado políticas reparatorias y ampliaciones de derechos democráticos. No pocas personas definirán sus decisiones electorales en nombre de la continuidad de esas reparaciones y aperturas. En nombre de las transformaciones inauguradas y de lo que está pendiente.

*Ensayista, doctora en Ciencias Sociales y editora de la revista El Ojo Mocho. Su primer libro fue Mutantes. Trazos sobre los cuerpos y le siguieron Sabato o la moral de los argentinos (en colaboración con Guillermo Korn), y Lugones. Entre la aventura y la cruzada. El año pasado apareció su compilación de un volumen colectivo titulado La década infame y los escritores suicidas (1930-1943).



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