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19 y 20 de diciembre de 2001.-



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lunes, 23 de agosto de 2010

EL PASADO los CUESTIONA

CLAVES PARA ENTENDER LA POLÉMICA ENTRE TIMERMAN Y LEUCO
Lo que dice y calla una foto
Publicado el 22 de Agosto de 2010
Por Gustavo Cirelli
Editor ejecutivo

Una imagen de 1976 provocó un nuevo enfrentamiento entre el Estado y los sectores que ven amenazados sus intereses corporativos. Los elogios de Van der Kooy al dictador Videla.
El relato de época es una construcción política. Se elabora, en gran medida, desde los medios de comunicación. No es una polaroid estática sino una continuidad. Ahí, en esa elaboración, se vislumbra la esencia misma del poder, su dinámica, su puja de intereses. Para quienes ejercen el oficio de periodistas discutir ese dispositivo que impone, resalta o invisibiliza los “hechos” de la realidad debe ser tan vital como el aire. Más aun en nuestros días.
El debate sobre la función social del periodismo excede los límites de ciertos claustros académicos o de las redacciones mismas: el ejercicio profesional es interpelado desde la sociedad en sus distintos ámbitos. Y es así, en ese contexto, que el recorte antojadizo de la realidad queda al desnudo.
Por estos días, como nunca, se está desandando un camino que se intentó sepultar durante más tres décadas: la complicidad civil con el terrorismo de Estado. Una marca indeleble y atroz. Por ejemplo: la discusión sobre el ingreso a Papel Prensa de los accionistas privados Clarín y La Nación, una empresa que le fue arrebatada a la familia Graiver en las catacumbas de la tortura, no es una instantánea del pasado. Sucede hoy. Es parte de esa continuidad del relato que impone (u oculta) el poder. Y que, desde el propio poder real, pretende presentar el conflicto como una abstracción de intereses enfrentados –Clarín y el kirchnerismo, por caso–, del que la sociedad es simple espectadora. No lo es. Lo anecdótico no tiene que sepultar la verdad. Esa es una clave de la función que tiene el periodismo.
La administración Kirchner pasará a la historia o no, el tiempo lo definirá. Pero eso es accesorio. Lo mismo sucederá con Clarín.
Hoy la discusión es otra. Y en ese marco, en que la verdad es tan necesaria, se inscribe también el derecho a la identidad. De ahí que el real origen de Felipe y Marcela Noble Herrera –las sospechas de que podrían ser jóvenes apropiados y sus padres, víctimas de crímenes de lesa humanidad, más el presunto delito de complicidad por parte de quien los “adoptó”– no se limita al ámbito de lo privado. Esta es una de las marcaciones de un presente vertiginoso y rico, que debe ser analizado. Contado.
Como nunca, entonces, el Grupo Clarín se enfrenta de cara a la sociedad, sin la máscara que le permitió construir “la realidad” amañada a sus propios intereses, una producción de sentido –como gustan definir los estudiosos del discurso social de los medios– que le otorgó el rol, durante años, de infranqueable dictador de la agenda pública. Una imposición, imperceptible para el lector desprevenido, que se vio favorecida por la hociqueada constante de los administradores políticos del Estado, que le permitieron al multimedios consolidar su posición dominante.
Puesta en contexto una parte de la manipulada victimización que pretende mostrar el mayor grupo mediático del país, es pertinente volver, ahora sí, sobre otras cuestiones que suman a la discusión de fondo, pero que a simple vista pueden resultar simples crispaciones aleatorias del presente.
La pirotecnia mediática que se desató por estos días entre el canciller Héctor Timerman y el periodista Alfredo Leuco, con acusaciones cruzadas y amenazas de llevar sus diferencias a la justicia, retomó la sana tradición de hurgar en las hemerotecas. En su programa de Canal 26, Leuco mostró una foto de abril de 1976, a un mes del golpe militar. En ella, se ve al actual canciller junto a su padre, el periodista Jacobo Timerman, fundador del mítico matutino La Opinión, y a otros directores de diarios –Héctor Ricardo García (Crónica) y Rafael Perrota (El Cronista)–, con Jorge Rafael Videla, en la Casa Rosada.
Y es así como una vieja foto sepia obligó a Timerman –por entonces, con 22 años, director del vespertino La Tarde– a volver dar explicaciones sobre su visita a Videla. Repitió que está “avergonzado” de aquel encuentro con el diablo. La Tarde fue un diario efímero y tuvo una línea editorial procesista, como la mayoría de los medios por entonces. Ese vespertino será, sin dudas, algo de lo que el canciller deba avergonzarse por el resto de sus días. También es cierto que Timerman hizo una pública autocrítica sobre su responsabilidad de entonces y el rol que le cupo al periodismo durante el genocidio. Algo poco habitual entre colegas a los que la historia y sus propias decisiones los pusieron a la mesa del poder de facto, exterminador, entre 1976 y 1983.
Una foto es el recorte de un contexto, en ella se detiene el tiempo. Es una marcación que perdura y que se carga de nuevos significados, una y otra vez, ante cada mirada. Esa huella de lo real, que perturba al canciller, no fue un hallazgo de Leuco –aunque poco importe, claro–, sino que la periodista Graciela Mochkofsky, en 2003, en su excelente biografía Timerman, el periodista que quiso ser parte del poder, ya la había publicado. Hace siete años que esa imagen ha vuelto a la luz, en ese libro, por lo que es válido preguntarse por qué hoy –y está bien que así sea– regresa a la consideración pública. ¿Por el cruce mediático que el ex embajador en Washington mantiene con Leuco? ¿Porque Timerman es canciller? ¿Porque el excesivo protagonismo “twittero” del funcionario despierta tantas críticas? ¿Porque así se pretende imponer que todo y todos –no es el caso de Leuco, por cierto– tuvieron en aquellos años idéntico grado de complicidad con la dictadura?
Fotos sepias, amargas, hay muchas archivadas en la memoria. Como la de Ernestina Noble junto al mismísimo Videla, en los tiempos en que los militares secuestraron y mataron a Perrota, que aún permanece desaparecido como más de 100 periodistas, entre ellos Rodolfo Walsh, por citar sólo un emblema del ejercicio profesional. O Héctor Ricardo García, que también fue secuestrado, aunque sobrevivió para ver cómo, en los años que siguieron, su potente diario Crónica fue perdiendo ventas, asfixiado, entre otras razones, por el costo del papel controlado a partir de fines de 1976 por Clarín y La Nación. O Jacobo Timerman, secuestrado y torturado en las mazmorras del general Ramón Camps, despojado de su diario La Opinión y luego obligado a partir al exilio.
No todo es lo mismo en la historia reciente de la Argentina. Héctor Timerman deberá seguir avergonzándose por aquella reunión, una y otra vez. Pero no es menos cierto que su familia fue víctima del terrorismo de Estado y que él, luego, cumplió un rol junto a los defensores de los Derechos Humanos en la denuncia sobre las atrocidades que ejercieron la Tres Fuerzas en el país.
La fotografía de Timerman que exhibió Leuco es un guante que el periodismo debe recoger para ir a fondo sobre una cuestión que aún adeuda a la democracia: la autocrítica de la prensa sobre el ejercicio profesional de aquellos años. Un debate que, en alguna medida, se insinuó en la revista Veintitrés cuando en 2003 Hernán López Echagüe polemizó con Joaquín Morales Solá sobre un encuentro, en marzo de 1976, del actual editorialista político de La Nación y de otros periodistas –la inefable Renée Salas estaba ahí– con el asesino Domingo Bussi, en Tucumán. López Echagüe cuestionó la presencia de un joven Morales Solá –por entonces corresponsal de Clarín en esa provincia y periodista del diario La Gaceta– ante quien sería el amo y señor de la vida de los tucumanos durante el Proceso. Esa foto también existe, está en los archivos, en la memoria de sus protagonistas. Quizás hoy sea un buen momento para que Morales Solá vuelva a explicarla. Con autocrítica o no, con vergüenza o no. Como lo hizo Timerman, o a su manera.
Lo mismo podría sumar al debate Eduardo van der Kooy, editorialista político del diario Clarín –muy crítico con el actual canciller por aquella fotografía de 1976– si aporta su pluma a echar luz sobre los límites, silencios, temores, o agachadas del periodismo entre 1976 y 1983.
Van der Kooy cuenta con el prestigio profesional que le da una dilatada trayectoria y el tener a su cargo, desde 1990, el panorama político del diario de mayor tirada, venta e influencia del país. No es una pieza más en la estructura de Clarín: forma opinión. Sus análisis dominicales son ineludibles para entender el momento que atraviesa la línea editorial del grupo para el que trabaja. Varias generaciones de argentinos han interpretado “la realidad” leyendo sus notas. Y es por todo eso, que también sería un momento oportuno para que profundice en el debate inconcluso sobre prensa y dictadura. Para que recuerde por qué junto a otros 13 jóvenes “sobresalientes” de distintas disciplinas, a sus 26 años, almorzó en septiembre de 1977 con Videla. Así lo reflejó la revista La Semana, de editorial Perfil, en su edición número 48, del 28 de septiembre de ese año, con el título “El día que el presidente le dio la mano al futuro.” Un título cargado de cinismo. Año 1977. ¿Qué futuro?
En el artículo, a cada uno de los comensales de ese almuerzo organizado por dictador se le hicieron dos preguntas: “¿Por qué cree que fue invitado?” “Por ser redactor de un diario importante como Clarín, y por estar en la sección Política Nacional”. Y la otra: “¿Cuál fue el resultado?”. Eduardo van der Kooy dixit: “Totalmente positivo. El presidente no sólo escuchó sino que él mismo abordó los aspectos que más preocupan a la juventud. Se deduce claramente que está muy bien informado.”
Año 1977. Para entonces, Walsh llevada seis meses desaparecido. Luego se sabría que había sido asesinado el mismo 25 de marzo, día en que un grupo de tareas de la ESMA se lo llevó de Avenida San Juan y Entre Ríos, cuando el escritor, periodista y militante –crítico– de Montoneros distribuía su Carta Abierta a la Junta Militar, un texto insuperable en el que denunciaba lo que sucedía en el país. Sus palabras, ese mantra contra el horror decía y dice: “La censura de prensa, la persecución a intelectuales, el allanamiento de mi casa en el Tigre, el asesinato de amigos queridos y la pérdida de una hija que murió combatiéndolos, son algunos de los hechos que me obligan a esta forma de expresión clandestina después de haber opinado libremente como escritor y periodista durante casi treinta años. El primer aniversario de esta Junta Militar ha motivado un balance de la acción de gobierno en documentos y discursos oficiales, donde lo que ustedes llaman aciertos son errores, los que reconocen como errores son crímenes y lo que omiten son calamidades. (…) Quince mil desaparecidos, diez mil presos, cuatro mil muertos, decenas de miles de desterrados son la cifra desnuda de ese terror. Colmadas las cárceles ordinarias, crearon ustedes en las principales guarniciones del país virtuales campos de concentración donde no entra ningún juez, abogado, periodista, observador internacional. El secreto militar de los procedimientos, invocado como necesidad de la investigación, convierte a la mayoría de las detenciones en secuestros que permiten la tortura sin límite y el fusilamiento sin juicio…”
Probablemente aquella carta no haya llegado jamás a las manos de Van der Kooy. Ni supiese entonces, cuando se sentó a la mesa de Videla, lo que estaba ocurriendo. Ni las muertes. Ni la torturas. Ni los exilios. Ni el saqueo por parte de un Estado genocida y de sus cómplices civiles en una empresa como Papel Prensa.
Silencios y omisiones hubo demasiadas en aquellos años. Lo inentendible, lo ominoso, es que el silencio se mantenga en el tiempo. La profesión adeuda discutir qué se hizo entonces. Con o sin vergüenza. Con o sin autocrítica. Pasaron más de tres décadas, y más de 25 años de democracia, desde aquellas fotografías impúdicas de Timerman, Morales Solá y Van Der Kooy, como para seguir siendo parcial en la construcción del relato histórico. Pasó, aún está, y seguirá estando el ejemplo de lucha de Abuelas y Madres de Plaza de Mayo, las mismas que cuando los influyentes editoriales de los dos diarios tradicionales posaban para una instantánea indecorosa peregrinaban por despachos y calles reclamando por sus hijos y sus nietos desaparecidos. Ellas no son una foto, son un relato de resistencia ante el poder criminal.
Entonces, es bueno recordar que la utilización política de una fotografía sepia, la de Timerman en este caso, no está ni bien ni mal. Es un hecho de la realidad. Pero no es ingenuo. Se enmarca en la disputa del presente donde hay una puja concreta entre el Estado y sectores que ven amenazados sus intereses corporativos.
Hubo un antes y un después de aquellas imágenes. Lo hubo para Timerman. Y también para Morales Solá, Van der Kooy y la propia Ernestina de Noble. Uno de ellos hoy es canciller, y dice estar avergonzado. Está bien que lo esté. En cambio, Noble desde entonces construyó un emporio mediático y guarda, al menos, un par de secretos. Morales Solá y Van der Kooy, en tanto, consolidaron sus carreras profesionales y analizan “la realidad” cada domingo desde sus columnas.
Una foto tiene múltiples de significados. Dice mucho. Pero también oculta, silencia, lo que debería mostrar.

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