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19 y 20 de diciembre de 2001.-



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martes, 3 de febrero de 2009

John Kenneth Galbraith: IGNORAR a los POBRES.

El arte de ignorar a los pobres
Cada catástrofe “natural” pone en evidencia la extrema fragilidad de las clases populares, cuya vida y supervivencia se encuentran devaluadas. Lo que es peor, la compasión por los pobres ostentada en casos puntuales encubre apenas el hecho de que en todos los tiempos se ha tratado de justificar la miseria y de atacar toda política seria dirigida a erradicarla, culpabilizando incluso a las víctimas.

Quisiera reflexionar acerca de uno de los ejercicios humanos más antiguos: el proceso por el cual, al correr de los años, e incluso de los siglos, hemos intentado eliminar a los pobres de nuestra conciencia. Desde siempre, pobres y ricos han vivido unos al lado de los otros, siempre incómodos, a veces peligrosamente. Plutarco afirmaba que "el desequilibrio entre los ricos y los pobres es la más antigua y la más fatal de las enfermedades de las repúblicas". Los problemas resultantes de esa permanente coexistencia entre opulencia y pobreza, y particularmente el de la justificación de la buena fortuna de algunos frente a la mala fortuna de otros, han sido una preocupación intelectual de todos los tiempos. Y siguen siéndolo en nuestra época.

Empecemos por la solución que propone la Biblia: los pobres sufren en este mundo, pero serán magníficamente recompensados en el otro. La pobreza es un contratiempo pasajero; si son pobres y además sumisos, heredarán la Tierra. Es una solución en muchos sentidos admirable: permite a los ricos gozar de su riqueza al mismo tiempo que envidian a los pobres su buena fortuna en el más allá.

Mucho más tarde, en los veinte o treinta años que siguieron a la publicación, en 1776, de las Investigaciones sobre la naturaleza y las causas de la riqueza de las naciones (tardío amanecer de la Revolución Industrial en Gran Bretaña, pues el autor, Adam Smith, murió en 1759), el problema y su solución comenzaron a adquirir su forma moderna. Un casi contemporáneo de Smith, Jeremy Bentham (1748-1832), inventó una fórmula que ejerció durante cincuenta años una influencia extraordinaria en el pensamiento británico y también, en cierta medida, en el pensamiento estadounidense: el utilitarismo. "Por principio de utilidad -escribió Bentham en 1789- es preciso entender el principio que aprueba o desaprueba cualquier acción según su tendencia a aumentar o disminuir la felicidad de la parte cuyo interés está en juego". La virtud es, e incluso debe ser, autocentrada. El problema social de la coexistencia de una reducida cantidad de ricos y de una gran cantidad de pobres se soluciona desde el momento en que se logra "el mayor bien para la mayor cantidad". La sociedad hacía las cosas lo mejor posible para la mayor cantidad de personas y había que aceptar que, desgraciadamente, el resultado fuese muy desagradable para aquellos, muy numerosos, a quienes no les tocaba la felicidad.

En 1830 se propuso una nueva fórmula, que conserva parte de su vigencia, para eliminar la pobreza de la conciencia pública. Está asociada a los nombres del financista David Ricardo (1722-1823) y del pastor anglicano Thomas Robert Malthus (1766-1834): si los pobres son pobres, es culpa suya, se debe a su excesiva fecundidad. Su lujuria descontrolada los lleva a multiplicarse hasta el límite de los recursos disponibles. Para el malthusianismo, puesto que la pobreza tiene su causa en la cama, los ricos no son responsables de su creación o disminución. Sin embargo, Malthus no carecía de cierto sentido de la responsabilidad: instó a que la ceremonia matrimonial contuviera una advertencia contra las relaciones sexuales indebidas e irresponsables. Una advertencia que, justo es decirlo, no funcionó como un método de control de natalidad muy efectivo.
Darwinismo social

A mediados del siglo XIX gozó de gran éxito, particularmente en Estados Unidos, una nueva forma de negación: el "darwinismo social", asociado al nombre de Herbert Spencer (1820-1903). Para Spencer, tanto en la vida económica como en el desarrollo biológico, la regla suprema era la supervivencia de los más aptos, expresión que se atribuye equivocadamente a Charles Darwin (1822-1882). La eliminación de los pobres es el medio utilizado por la naturaleza para mejorar la raza. La calidad de la especie humana sale reforzada con la desaparición de los débiles y los desheredados.

Uno de los más notables portavoces estadounidenses del darwinismo social fue John D. Rockefeller, el primero de la dinastía, quien declaró en un discurso célebre: "Con el esplendor y el perfume que entusiasman a los que la contemplan, la variedad de rosas ‘American Beauty' sólo puede obtenerse sacrificando los primeros brotes que nacen a su alrededor. Lo mismo ocurre en la vida económica. No es más que la aplicación de una ley de la naturaleza y de una ley de Dios".

Durante el siglo XX, el darwinismo social llegó a ser considerado como demasiado cruel: su popularidad declinó y cuando se lo mencionaba generalmente era para condenarlo. Le siguió una negación más amorfa de la pobreza, asociada a los presidentes Calvin Coolidge (1923-1929) y Herbert Hoover (1929-1933). Para ellos, toda ayuda pública a los pobres era un obstáculo para el funcionamiento eficaz de la economía. Era incluso incompatible con el proyecto económico que había sido tan útil para la mayoría de la gente. Esta idea de que es económicamente perjudicial ayudar a los pobres conserva su vigencia como uno de los modos de mantenerlos fuera de la conciencia.

Con la revolución de Franklin D. Roosevelt (lo mismo que anteriormente con la de Lloyd George en Gran Bretaña), el gobierno asumió una responsbailidad específica hacia los menos afortunados en la República. Roosevelt y los presidentes que lo siguieron asumieron una sustancial medida de responsabilidad hacia los ancianos por medio de la Seguridad Social; hacia los desocupados mediante el seguro de desempleo; hacia los discapacitados a través de la ayuda directa y hacia los enfermos a través de Medicare y Medicaid. Esto significó un gran cambio y, por una vez, la tradicional tendencia a evitar pensar en los pobres cedió lugar al sentimiento de que no había que intentar, sino hacer efectivamente algo por ellos.
Achicar el gobierno

De los cuatro o tal vez cinco métodos vigentes para mantener a los pobres fuera de la conciencia, el primero es producto de un hecho ineludible: la mayoría de las iniciativas a tomar a favor de los pobres dependen de un modo u otro del gobierno. Entonces se hace valer el supuesto de que el gobierno es por naturaleza incompetente, salvo en materia de concepción de armamentos -y de su otorgamiento en las licitaciones públicas- y de gestión del Pentágono. Ya que el gobierno es al mismo tiempo incompetente e ineficaz, resultaría difícil pedirle que acuda al rescate de los pobres, ya que no haría más que introducir más desorden, agravando todavía más su suerte.

Vivimos una época en que los alegatos sobre la incompetencia gubernamental corren parejos con la condena general de los burócratas, con excepción, nunca se lo repetirá bastante, de los que trabajan para la defensa nacional. La única forma de discriminación todavía permitida -para ser más precisos, todavía alentada- en Estados Unidos es la discriminación hacia las personas que trabajan para el gobierno federal, en particular en las actividades de protección social. Tenemos grandes burocracias empresariales, que desbordan de burócratas, pero esa gente es buena. Sólo la burocracia pública y sus funcionarios son malos.

En realidad, Estados Unidos dispone de unos servicios públicos de calidad excepcional, atendidos por agentes talentosos y dedicados, honestos en su casi totalidad y poco inclinados a permitir que los proveedores sobrefacturen llaves inglesas, lamparillas eléctricas, máquinas de café y asientos para inodoros. Curiosamente, cuando tales bajezas existieron, fue en el Pentágono. Casi hemos logrado eliminar la pobreza entre las personas de edad, hemos democratizado considerablemente el acceso a la salud y a la atención médica, hemos garantizado a las minorías el ejercicio de sus derechos cívicos y hemos alcanzado grandes logros en la igualdad de oportunidades en la educación. Todo lo cual parecería un balance particularmente notable para personas tan incompetentes e ineficaces. Es forzoso constatar que la condena actual de toda acción y administración gubernamentales es, en realidad, uno de los elementos de un designio más amplio: negar toda responsabilidad en el destino de los pobres.

El segundo método, que se inscribe en esta gran tradición secular, consiste en explicar que toda forma de ayuda pública a los pobres es para ellos un pésimo servicio. Porque destruye su moral. Los desvía de un empleo bien remunerado. Destruye a las parejas, ya que las esposas pueden solicitar ayudas sociales para ellas mismas y sus hijos una vez que se encuentran sin marido. Pero no existe absolutamente ninguna prueba de que esos daños sean superiores a los que entrañaría la supresión de las ayudas públicas. Sin embargo, el argumento según el cual dañan gravemente a los desheredados es constantemente machacado y, lo más grave, creído. Tal vez sea una de las más influyentes de nuestras fantasmagorías.

El tercer método para lavarnos las manos respecto de la situación de los pobres, estrechamente vinculado al anterior, es afirmar que las ayudas públicas tienen un efecto negativo sobre el incentivo a trabajar. Producen una transferencia de ingresos de las personas activas hacia los ociosos y los que no sirven para nada, desalentando de esa manera los esfuerzos de los activos y alentando la pereza de los ociosos. La economía llamada de oferta es la manifestación moderna de esta tesis: sostiene que en Estados Unidos los ricos no trabajan porque su ingreso disponible es demasiado escaso. Por lo tanto, tomando dinero de los pobres y dándoselo a los ricos, estimulamos el esfuerzo y, por consiguiente, la economía. Pero, ¿quién puede creer que la gran masa de pobres prefiere la asistencia pública a un buen empleo? ¿O que los altos ejecutivos de las grandes empresas -personajes emblemáticos de hoy- pasan su tiempo papando moscas porque no están suficientemente remunerados? Se trata de una acusación escandalosa contra el dirigente de empresa estadounidense que, como es público y notorio, trabaja duro.
La libertad de los pobres

El cuarto método para evitar cualquier mala conciencia es poner en evidencia los presuntos efectos negativos que tendría una confiscación de sus responsabilidades sobre la libertad de los pobres. La libertad es el derecho de gastar el máximo de dinero a su gusto, y de ver un mínimo sonsacado y gastado por el gobierno. Nuevamente, claro, con excepción del presupuesto de la defensa nacional. Para retomar las definitivas declaraciones del profesor Milton Friedman 1, la gente debe ser "libre de elegir".

Ésta es, sin duda, la más transparente de todas las argucias, porque generalmente no se establece ninguna relación entre los ingresos y la libertad de los pobres (el profesor Friedman constituye, una vez más, una excepción, porque mediante el impuesto negativo sobre el ingreso, garantizaría un ingreso universal mínimo). Cualquiera convendrá que no existe una forma de opresión más grande, ni una movilización del pensamiento y el esfuerzo más sostenido, que las que experimentan quienes no tienen un centavo en el bolsillo. Mucho se oye hablar de los daños a la libertad de los más ricos cuando sus ingresos disminuyen por los impuestos, pero nunca se oye hablar del extraordinario aumento en la libertad de los pobres cuando tienen un poco de dinero personal para gastar. Y, sin embargo, las limitaciones que impone el sistema fiscal a la libertad de los ricos son poca cosa comparadas con el incremento de libertad que se aporta a los pobres cuando se les brinda un ingreso. Tenemos razones para codiciar la libertad. No deberíamos usarla como excusa para negarles la libertad a los necesitados.

Finalmente, cuando todo lo demás fracasa, podemos recurrir a la negación psicológica. Se trata de una tendencia psíquica que, por variados caminos, es común a todos nosotros. Nos conduce a evitar pensar en la muerte. Lleva a muchos a evitar pensar en la carrera armamentista y, por lo tanto, en el rápido movimiento hacia una muy probable extinción de la humanidad. El mismo mecanismo de negación psicológica se pone en práctica para abstraerse de pensar en los pobres, ya estén en Etiopía, en el Bronx Sud o en Los Ángeles. Piensen en algo agradable, nos aconsejan muchas veces.

Estos son los métodos modernos para evitar preocuparse por la suerte de los pobres. Todos, salvo tal vez el último, son prueba de una gran inventiva, en la línea de Bentham, Malthus y Spencer. Ronald Reagan y sus colegas continúan una notable tradición, culminan una larga historia de esfuerzos por eludir la responsabilidad hacia los semejantes. Así son los filósofos hoy celebrados en Washington: George Gilder, quien dice entre aplausos que los pobres tienen que tener el cruel estímulo de su propio sufrimiento como garantía de sus esfuerzos; Charles Murray, quien considera la posibilidad de desmantelar toda la estructura federal de bienestar y subsidios para los ancianos y trabajadores. "Hay que cortar el nudo, porque no hay modo de desatarlo", dice. Los que valen la pena son seleccionados para sobrevivir; la pérdida del resto es la penalidad a pagar. Murray es el Spencer de nuestro tiempo y goza de una popularidad sin precedentes en los altos círculos de Washington.

La compasión, combinada con un esfuerzo del poder público, es en nuestra época la menos confortable y conveniente de las reglas de comportamiento y de acción. Pero sigue siendo la única compatible con una vida verdaderamente civilizada. Es también, a fin de cuentas, la más auténticamente conservadora. No hay ninguna paradoja en esto. El descontento social y las consecuencias que puede traer consigo no vendrán de las personas satisfechas. En la medida en que podamos generar una satisfacción tan universal como sea posible, preservaremos y reforzaremos la tranquilidad social y política. ¿No es acaso eso a lo que deberían aspirar en primer lugar los conservadores?

1. El economista Milton Friedman, junto con Friedrich von Hayek, es uno de los pilares de la escuela de Chicago. A partir de la década de 1960 los "Chicago Boys" difundieron las ideas neoliberales en el mundo, desde el Estados Unidos de Ronald Reagan al Reino Unido de Margaret Thatcher, pasando por el Chile de Augusto Pinochet. Su libro de referencia es Capitalismo y libertad, Madrid, Rialp, 1966 (N. de la R.).

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