21.02.2012 | Políticas de inteligencia
El Proyecto X y los hombres poderosos
Pinchar un teléfono
sin orden judicial es un delito claro. Simular ser un bailantero, como muchas
veces hacen los agentes de las fuerzas para seguir pistas del narco, no
requiere de orden judicial. Pero el tema es político y no judicial.
Eduardo Anguita
El nivel de
visibilidad que tomaron los actos prohibidos por la ley en materia de
recolección de información sobre la actividad de militantes sindicales por
parte de Gendarmería ayuda a poner en debate la política de inteligencia y de
seguridad democráticas. Durante muchos años, Néstor Kirchner fue clarísimo a la
hora de no criminalizar la protesta social. La salida veloz de Gustavo Béliz
del Ministerio del Justicia, Seguridad y Derechos Humanos tuvo que ver con que
el entonces ministro quiso modificar los protocolos que le indicaba Kirchner.
Concretamente, que la Policía Federal no llevara armas a las manifestaciones y
que se limitara a una presencia discreta. Aun a riesgo de que alguien agrediera
a un policía. La gran enseñanza de aquellos años es que darle prioridad al
legítimo derecho a la protesta estaba por encima de los posibles hechos
delictivos que pudieran generarse. Por hecho delictivo puede entenderse desde
la transgresión de contravenciones o leyes destinadas a proteger el espacio
público. Quedó claro, con la sangre fresca de Kosteki y Santillán, así como con
la memoria sobre los miles de desaparecidos y torturados, que en la Argentina
el bien jurídico a proteger era el derecho a organizarse para defender los
derechos pisoteados por los poderosos. Para embellecerse, Béliz, de buenas
relaciones con lo más conservador de la Iglesia Católica y de buenos vínculos
con jefes de la Federal, hizo publicar la foto en la prensa de Jaime Stiusso,
un cuadro con demasiados años en la inteligencia del Estado, y advertir que
“con esta SIDE estamos en libertad condicional”. Visto en la perspectiva, no
caben dudas de que Kirchner acertó. Como acertó con muchas medidas en esta
materia, entre otras, una que no mereció la atención suficiente a la hora de
debatir sobre los límites democráticos del rol de las Fuerzas Armadas y de
seguridad. Concretamente, muchos recuerdan cómo el Congreso sancionó la Ley de
Defensa en tiempos de Raúl Alfonsín. En efecto, la ley que establece que los
militares no pueden ingerir en asuntos de seguridad internos data de 1988 pero
su reglamentación se demoró tanto como la vuelta de Perón: 18 años. Los
gobiernos de Alfonsín, Menem, De la Rúa y Duhalde la dejaron dormir en el
armario, tanto por temor como por connivencia.
Si bien las leyes y su instrumentación son la base jurídica
de las políticas de seguridad y los procedimientos de reunión de información,
prevención y represión del delito, importa poner la mira en las estructuras,
los protocolos, los sistemas de conducción y de control de las fuerzas de
seguridad. Por eso no debe extrañar la pequeña crisis ocurrida a fines de 2010,
a poco de la muerte de Kirchner, cuando fuerzas federales y de la Metropolitana
mataron vecinos que cortaban una calle en el Parque Indoamericano. La reacción
de la presidenta fue crear el Ministerio de Seguridad y poner al frente a quien
llevaba una experiencia exitosa en Defensa, Nilda Garré. Desde entonces, el
velo por proteger los derechos y garantías de las personas y los colectivos
sociales está aún más controlado por parte del Ejecutivo. Y junto con ello, hay
un esfuerzo por oxigenar los cuerpos de seguridad así como de combatir su
autogobierno, algo que no siempre responde a fórmulas escritas pero que se resume
en que los gobiernos pasan y las fuerzas de seguridad quedan, de modo tal que
los ministros, a criterio de esa concepción, no injieren sino que transmiten
instrucciones que son interpretadas –como quieren– los jefes de las fuerzas. Si
no existieran connivencias de esos jefes con el mundo del delito, así como con
dirigentes políticos, jueces o fiscales, todo sería más sencillo. Y, encima de
eso, autogobernadas, esas fuerzas sostienen fuertes disputas para controlar –y
participar muchas veces– de zonas grises de negocios ilegales, desde la trata
de personas hasta la infiltración a organizaciones políticas.
Es posible que con buenos abogados, los jefes de Gendarmería
logren zafar de la comisión de delitos, como son claramente espiar a militantes
que están en conflicto gremial. Proyecto X es un programa de reunión y
cruzamiento de datos como hay tantos. Lo único que parece ser parte de la
prueba material del delito es que algunos gendarmes simularon otra identidad
para tener datos de sindicalistas sin autorización judicial previa. En su
defensa, podrán esgrimir que todo el trabajo preventivo de política criminal y
de seguridad tiene una zona gris entre aquella que pueden ordenar los jueces y
la que la conducción de la fuerza instruye. Los límites siempre están en no
violar los derechos y garantías de los ciudadanos. Pinchar un teléfono sin
orden judicial es un delito claro. Simular ser un bailantero, como muchas veces
hacen los agentes de las fuerzas para seguir pistas de un narco, no requiere de
orden judicial.
Pero el tema es político y no judicial. Que los pesquisados
hayan resultado algunos dirigentes de izquierda –y opositores al gobierno
nacional– es para tarjeta amarilla. Peor resulta algo que Clarín y La Nación
tratan de surfear para no autoincriminarse: da la coincidencia de que las
personas observadas trabajan en empresas de capitales estadounidenses. Tanto de
Kraft Foods como de Pepsico. La primera tiene casi 100 mil empleados en 155
países y protocolos propios de seguridad con los cuales tratan a las
autoridades donde están instalados como ajenos a sus negocios. Pepsico la
triplica en empleados y también está around the world. Estos empresarios, como
muchos otros de las multinacionales, consideran que se deben a “sus
accionistas” y a las normas de los Estados Unidos. Así son sus políticas
corporativas y está en las naciones que acogen a esas empresas en hacerles
sentir el rigor de las leyes propias en cambio de ser complacientes con sus
criterios colonialistas. En los mismos días en que subió la temperatura sobre
Proyecto X, se supo que en Catamarca, además de los piqueteros ambientalistas
–la mayoría abrumadora de habitantes de la zona– hubo grupos de choque o
disuasión promovidos por la empresa minera. Para muchos es difícil de digerir
que la mayoría accionaria de La
Alumbrera sea de capitales británicos (la empresa
controlante es Xstrata, mixta británico-suiza) y que el cobre y el oro que
salen de la mina viajen por ducto a Tucumán y de allí vaya en trenes propios de
la empresa hacia Santa Fe para salir del país. Como también es difícil de
digerir que los estudios de las reservas petroleras estén en manos de las
propias compañías, abrumadora mayoría de extranjeras, y hasta que la propia
base de datos de reservas, creada durante este gobierno, sea de un consorcio
donde hay chinos, indios y estadounidenses pero no argentinos.
Los desafíos que puedan quedar en materia de inteligencia de
Estado quizá no sean pocos. La aclaración quizá es porque se trata de una
materia de por sí difusa, que aparece al público como algo cerrado, imposible
de saber. Y eso es un error. La Argentina tiene una Ley de Inteligencia, una de
Defensa y otra de Seguridad Interior, entre muchas otras normas. En todas
ellas, y en sus reglamentaciones, es explícito que las decisiones emanan del
Ejecutivo, y que este no tiene poderes discrecionales sino que debe rendir
cuentas a la sociedad. Pero no alcanza con las disposiciones, importan las
prácticas en el contexto crudo y real de las organizaciones y la capacidad de
los cuadros que las comandan. Manejar información reservada permite tener
privilegios. El reciente estreno de J. Edgard, la última película de Clint
Eastwood, es un golpe de realidad en ese sentido. John Edgard Hoover fue
director del FBI desde su creación en 1924 hasta su muerte en 1972. Una escena,
lógicamente ficcionada, muestra a Hoover en la oficina del ministro de Justicia
estadounidense, Robert Kennedy. El jefe del FBI, sin vueltas, le pasa una
grabación –hecha ilegalmente– de una escena sexual de su hermano John,
presidente de los Estados Unidos, quizá con una de las actrices más atractivas
de la historia de Hollywood. La cara de Robert va creciendo hasta que echa a
Hoover de su oficina. Pero, claro está, no de la butaca de mandamás de la
información del gobierno federal. Un tiempo después, en noviembre de 1963, se
produjo el magnicidio. John Kennedy moría asesinado. Como si fuera una burla a
semejante crimen de Estado, recientemente, a 20 meses de cumplirse medio siglo,
un bestseller recorre el gran país, pero no cuenta la trama secreta del crimen
político sino algunas historias más de encuentros íntimos de Kennedy. Hoover se
llevó secretos a la tumba. Eastwood lo retrata muy bien. Está bien mostrar la
doble moral de un ultraconservador que se enamora del segundo del FBI. Sirve
para bucear sobre la condición humana. Pero, qué curioso, el espectador se
queda sin enterarse por qué era “el hombre más poderoso del país más poderoso”,
como dice el eslogan de los carteles en los que se ven los profundos ojos
azules de Leonardo DiCaprio, el actor que lo interpreta.<
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