18-02-2012
Malvinas : Una guerra contra la decadencia del imperio británico
El Puercoespín
Este artículo es una versión editada de una charla ofrecida
en el programa de 'Izquierda en Movimiento' organizado por la revista Marxism
Today meses después de la guerra. Fue publicado en enero de 1983 bajo el
título: “Falklands fallout” (Consecuencias de las Falklands). Por supuesto,
Hobsbawm se refiere a lo que los argentinos llaman Islas Mavinas como Islas
Falklands, denominación utilizada en su país, Gran Bretaña.
Se ha hablado más de las Falklands que de ninguna otra
cuestión reciente de la política británica o internacional y más gente ha
perdido la chaveta por esto que por cualquier otra cosa. No quiero decir la
gran mayoría de la gente, cuya reacción fue, con toda probabilidad, seguramente
menos apasionada o histérica que la de aquellos cuya profesión es escribir y
formular opiniones.
Quiero decir muy poco, de hecho, sobre los orígenes de la
guerra de las Falklands porque esa guerra tiene, en verdad, muy poco que ver
con las Falklands. Difícilmente alguien sabía algo de las Falklands. Supongo
que la cantidad de gente de este país que tenía vínculos personales de algún
tipo con las Falklands, o siquiera conocía a alguien que había estado allí, es
minima. Los 1680 nativos de esas islas fueron casi los únicos que tenían un
interés urgente en las Falklands, aparte, por supuesto, de la Falkland Island
Company, que posee una buena porción de ellas, los ornitólogos y el Scott Polar
Research Institute, dado que las islas son la base de todas las investigaciones
en la Antártida. Nunca fueron muy importantes o, al menos, no lo han sido desde
la I Guerra Mundial o quizás apenas al principio de la II Guerra Mundial.
Eran tan insignificantes y tan fuera del centro de interés
que el parlamento dejó que el asunto fuera manejado por alrededor de una docena
de miembros, el lobby de las Falklands, que era un amontonamiento muy, muy
mezclado políticamente. Se les permitió frustrar todos los no muy urgentes
esfuerzos del Foreign Office para arreglar el problema del futuro de las islas.
Dado que el gobierno y todo el mundo carecían de interés en las Falklands, el
hecho de que fueran de urgente interés en la Argentina, y hasta cierto punto en
América Latina como un todo, fue pasado por alto. Estaban muy lejos, en verdad,
de ser insignificantes para los argentinos. Eran un símbolo del nacionalismo
argentino, especialmente desde Perón. Nosotros podíamos posponer el problema de
las Falklands para siempre, o creíamos que podíamos, pero no los argentinos.
Ahora bien, no estoy emitiendo un juicio sobre la validez de
la reivindicación argentina. Como muchas reivindicaciones nacionalistas
similares, no resiste demasiada investigación. Está basado esencialmente en lo
que uno podría llamar “geografía de escuela secundaria” –todo aquello que
pertenece a la plataforma continental debería pertenecer al país más cercano–,
pese al hecho de que ningún argentino ha vivido allí. No obstante, estamos
obligados a decir que la reivindicación argentina es casi con certeza más
fuerte que la británica y ha sido considerada como tal internacionalmente. Los
norteamericanos, por ejemplo, nunca aceptaron la reivindicación británica, cuya
justificación oficial cambió con el paso del tiempo. Pero el punto no es
decidir qué reivindicación es más fuerte. El punto es que, para el gobierno
británico, las Falklands estaban tan bajo como podían estar en su lista de
prioridades. E ignoraba totalmente el punto de vista argentino y
latinoamericano, que no era meramente el de la Junta (militar argentina) sino
el de toda América Latina.
Como resultado, logró, al retirar el único barco de guerra,
el Endurance, que siempre había estado allí como símbolo para indicar que no se
podía tomar las Falklands, sugerir a la Junta argentina que el Reino Unido no
se resistiría. Los generales argentinos, que eran palmariamente locos e
ineficientes además de repugnantes, decidieron ir adelante con la invasión. Si
no fuera por el mal manejo del gobierno británico, el gobierno argentino casi
con certeza no habría decidido invadir. Calcularon mal y jamás deberían haber
invadido, pero está perfectamente claro que el gobierno británico precipitó, en
verdad, la situación, aunque no pretendiera hacerlo. Y así, el 3 de abril (de
1982), el pueblo británico descubrió que las Falklands habían sido invadidas y
ocupadas. El gobierno debería haber sabido que era inminente una invasión, pero
afirmó que no, o, en cualquier caso, si lo sabía no hizo nada al respecto.
Esto, por supuesto, está siendo investigado actualmente por la Franks
Commission.
Pero ¿cuál era la situación en Gran Bretaña cuando la guerra
se desató y durante la guerra misma? Permítanme tratar de resumirlo muy
brevemente. La primera cosa que ocurrió fue una casi universal indignación en
un montón de personas, la idea de que uno no podía simplemente aceptarlo, de que
había que hacer algo. Este era un sentimiento que se extendió hasta las bases
sociales y era no político, en el sentido de que atravesaba todos los partidos
y no estaba confinado a la derecha o la izquierda. Conozco mucha gente de la
izquierda dentro del movimiento, incluso en la extrema izquierda, que tuvo la
misma reacción que la de la derecha. Era una sensación general de indignación y
humillación que fue expresada ese primer día en el parlamento cuando la presión
para actuar vino, en realidad, no de (la primer ministra, Margaret) Thatcher y
el gobierno, sino de todos los lados, la ultraderecha de los conservadores, los
liberales y los laboristas, con sólo muy raras excepciones. Este, creo, era el
sentimiento público que se podía palpar. Cualquiera que tuviera alguna
sensibilidad a estas vibraciones sabía que esto es lo que pasaba y cualquiera
de la izquierda que no fuera consciente de ese sentimiento en la base y de que
no era una invención de los medios, al menos no en esta etapa, sino un genuino
sentimiento de indignación y humillación, debería seriamente reconsiderar su
capacidad para analizar la política. Puede no ser un sentimiento
particularmente deseable, pero afirmar que no existió es carecer de realismo.
Ahora, bien, este brote nada tenía que ver con las Falklands
en sí. Hemos visto que las Falklands eran simplemente un territorio remoto
cubierto por la neblina fuera del Cabo de Hornos, acerca del cual no sabíamos
nada y nos interesaba menos. Tenía todo que ver, cambio, con la historia de este
país desde 1945 y la visible aceleración de la crisis del capitalismo británico
desde fines de los ’60 y en particular la caída de fines de los ’70 y
principios de los ’80. Mientras el gran boom internacional del capitalismo
occidental persistió en los ’50 y ’60, incluso la relativamente débil Gran
Bretaña fue, hasta cierto punto, llevada hacia arriba por la corriente que
empujaba a otras economías capitalistas hacia adelante más rápidamente. Las
cosas se estaban poniendo claramente mejor y no teníamos que preocuparnos
demasiado, aunque había, obviamente, cierta nostalgia flotando en el aire.
Y, sin embargo, en cierto estadio se volvió evidente que la
declinación y la crisis de la economía británica se hacían mucho más
dramáticas. La depresión de los 70 intensificó esta sensación y, por supuesto,
desde 1979 la depresión real, la desindustrialización del período Thatcher y el
desempleo masivo, han subrayado la condición crítica de Gran Bretaña. Así que
la reacción visceral que tanta gente sintió ante la noticia de que la Argentina
había simplemente invadido y ocupado un pedacito de territorio británico podía
haberse expresado con las siguientes palabras: “El nuestro es un país que ha
ido barranca abajo por décadas, los extranjeros se han vuelto cada vez más
ricos y avanzados que nosotros, todo el mundo nos mira con desprecio y acaso
con lástima, ya no podemos siquiera vencer a los argentinos o a nadie al
fútbol, todo anda mal en Gran Bretaña, nadie sabe realmente qué hacer al
respecto y cómo arreglarlo. Pero ahora ha llegado al punto en que un montón de
extranjeros piensan que pueden simplemente enviar unas tropas a territorio
británico, ocuparlo y apropiárselo, y creen que los británicos están tan
acabados que nadie va a hacer nada al respecto, nada va a ocurrir. Bueno, esta
es la gota que rebalsó el vaso, hay que hacer algo. Por Dios, tendremos que
mostrarles que no estamos para ser pisoteados”.
Una vez más, no estoy juzgando la validez de este punto de
vista, pero creo que esto es, más o menos, lo que sintió en ese momento un
montón de gente que no intentó formularlo en palabras.
Ahora bien, de hecho, nosotros, en la izquierda, siempre
habíamos predicado que la pérdida del Imperio y la declinación general llevaría
a alguna reacción dramática más temprano o más tarde en la política británica.
No habíamos previsto esta reacción en particular, pero no hay dudas de que esta
fue una reacción a la decadencia del Imperio Británico tal y como había sido
predicho durante tanto tiempo.
Y es por eso que tuvo tan amplio respaldo. En si mismo, no
fue mero patrioterismo. Pero, aunque este sentimiento de humillación nacional
fue más allá del simple patrioterismo, fue fácilmente capturado por la derecha
y controlado por lo que creo fue, políticamente, una muy brillante operación de
Mrs. Thatcher y los thatcherianos. Déjenme citar su clásica declaración sobre
lo que pensaba que probaba la guerra de las Falklands: “Cuando comenzamos,
estaban los dubitativos y los débiles, la gente que creía que ya no podíamos
hacer las grandes cosas que hicimos alguna vez, aquellos que creían que nuestra
decadencia era irreversible, que no podríamos jamás ser lo que fuimos, que Gran
Bretaña no era más la nación que había construido un imperio y gobernado un
cuarto del mundo. Bien, estaban equivocados” (Comunicado de prensa de julio de
1982, después del fin de la guerra).
De hecho la guerra fue puramente simbólica, no probó nada de
esto. Pero aquí pueden ver la combinación de alguien capturando ciertas
vibraciones populares y volviéndolas hacia la derecha (vacilo, pero apenas, en
decir hacia el semifascismo). Es por eso que, desde el punto de vista de la
derecha, era esencial no sólo sacar a los argentinos de las Falklands, lo que
era perfectamente lograble mediante una demostración de fuerza más una
negociación, sino librar una guerra dramática y victoriosa. Es por eso que la
guerra fue provocada por el lado británico, fuera cual fuese la actitud
argentina. Hay pocas dudas de que los argentinos, tan pronto como descubrieron
que esta era la actitud británica, buscaron una salida de lo que era una
situación intolerable. Thatcher no estaba dispuesta a dejarlos, porque todo el
objetivo de esta operación no era arreglar la cuestión sino probar que Gran
Bretaña todavía era grande, aunque sólo fuera de modo simbólico. En
virtualmente todas las etapas, la política del gobierno británico dentro y
fuera de las Naciones Unidas fue de total intransigencia. No estoy diciendo que
la Junta hiciera fácil llegar a un acuerdo, pero creo que los historiadores
concluirán que una retirada negociada de los argentinos ciertamente no estaba
fuera de discusión. No se intentó seriamente.
Esta política provocativa tenía una doble ventaja.
Internacionalmente, dio a Gran Bretaña la chance de demostrar su equipamiento,
su determinación y su poder militar. A nivel doméstico, permitió a los
thatcherianos robar la iniciativa a otras fuerzas políticas, dentro y fuera del
Partido Conservador. Les permitió una suerte de toma no sólo del campo
conservador, sino de un gran espacio de la política británica. De modo curioso,
el paralelo más cercano a la política thatcheriana durante la guerra de las
Falklands es la política peronista que, por otro lado, había lanzado primero a
las Falklands al centro de la política argentina. Perón, como Mrs. Thatcher y
su pequeño grupo, trató de hablar a las masas por los medios de comunicación
pasando por encima del establishment. En nuestro caso, esto incluía al
establishment conservador así como a la oposición. Ella insistió en conducir su
propia guerra. No fue una guerra conducida por el parlamento. No fue siquiera
conducida por el gabinete; fue una guerra conducida por Mrs. Thatcher y un
pequeño Gabinete de Guerra, que incluía al presidente del Partido Conservador.
Al mismo tiempo, estableció relaciones laterales directas, que espera que no
tengan efectos políticos duraderos, con los militares. Y es esta combinación de
apelación demagógica directa a las masas, sobrepasando los procesos políticos y
al establishment, y el forjar contacto lateral directo con los militares y la
burocracia de la defensa, lo que es característico de la guerra.
N los costos ni los objetivos importaban, menos que todo,
por supuesto, las Falklands, excepto como prueba simbólica de la virilidad
británica, algo que pudiera ser colocado en un titular. Fue el tipo de guerra
que existió para que hubiera desfiles victoriosos. Es por eso que todos los
recursos simbólicamente poderosos de la guerra y el Imperio fueron movilizados
en una escala de miniatura. El rol de la Armada era fundamental, de todos
modos, pero la opinión pública, tradicionalmente, ha invertido mucho capital
emocional en él. Las fuerzas enviadas a las Falklands eran un minimuseo de todo
aquello que podía dar a la Union Jack una resonancia particular –los Guardias,
los nuevos hombres fuertes de la tecnología, la SAS, los paras; todos
estuvieron representados, hasta esos pequeños viejos gurkhas. No necesariamente
se los precisaba, pero había que tenerlos justamente porque esta era, como fue,
una recreación de algo así como los viejos durbars imperiales (NdT: grandes
ceremonias para demostrar adhesión al Imperio Británico que se realizaban en la
India mientras se halló bajo control colonial) o las procesiones fúnebres o la
coronación de los soberanos británicos.
No podemos, en esta instancia, citar la famosa frase de Karl
Marx de la historia se repite, primero como tragedia, luego como farsa, porque
ninguna guerra es una farsa. Aún una pequeña guerra en la que murieron 250
británicos y 2.000 argentinos no es algo para hacer bromas. Pero, para los
extranjeros que no comprendían el rol crucial de la guerra de las Falklands en
la política doméstica británica, esta ciertamente parecía un ejercicio
absolutamente incomprensible. Le Monde, en Francia, la llamó Clochemerle del
Atlánico Sur. Puede que recuerden la famosa novela en la que la derecha y la
izquierda de un pequeño pueblo francés llega a grandes enfrentamientos por la
cuestión de dónde ubicar un baño público (NdT: Clochemerle, de Gabriel
Chevallier, fue publicada en 1934). La mayoría de los europeos no podía
entender a qué venía todo este lío. Lo que no apreciaban era que todo el asunto
no se refería a las Falklands, para nada, ni al derecho de autodeterminación.
Era una operación referida a la política británica y al humor político
británico.
Dicho esto, déjenme decir muy firmemente que la alternativa
no era hacer nada o la guerra de Thatcher. Creo que era absolutamente imposible
en términos políticos en esta coyuntura, para cualquier gobierno británico,
hacer nada. Las alternativas no eran aceptar simplemente la ocupación argentina
pasándole el fardo a las Naciones Unidas, que habría adoptado resoluciones
vacías o, por el otro lado, como pretendía Thatcher, la réplica de la victoria
de Kitchener sobre los sudaneses en Omdurman. La línea pacifista era una
minoría pequeña y aislada, si bien una minoría con una tradición respetable en
el movimiento obrero. Esa línea, políticamente, no estaba en el juego. La misma
debilidad de las manifestaciones que se organizaron en ese momento lo demostró.
La gente que decía que la guerra carecía de sentido y que nunca debió haber
comenzado, probó que tenía razón en sentido abstracto, pero no se benefició de
ello políticamente y no es probablemente que lo haga.
El siguiente punto a señalar es más positivo. La captura de
la guerra por Thatcher con la ayuda de(l diario) The Sun produjo una profunda
división en la opinión pública, pero no una división política que siguiera la
demarcación de los partidos. En términos generales, dividió al 80 por ciento
que fue conmovido por una suerte de reacción patriótica instintiva y que, en
consecuencia, se identificó con el esfuerzo de la guerra, aunque probablemente
no del modo estridente en que lo hicieron los titulares del Sun, de la minoría
que reconocía que, en términos de la política global realmente en juego, lo que
Thatcher estaba haciendo no tenía sentido alguno. Esa minoría incluía a gente
de todos los partidos y de ninguno, y muchos que no estaban en contra, per se,
de enviar una Task Force. Dudo en decir que fue una división de los educados
contra los no educados; aunque es un hecho que los principales bastiones contra
el thatcherismo se hallaron en la prensa de calidad, más, por supuesto, el
Morning Star (NdT: Periódico del Partido Comunista británico). El Financial
Times, el Guardian y el Observer mantuvieron un firme tono de escepticismo
respecto de todo el asunto. Creo que se puede decir que casi todo periodista
político del país, esto va desde los conservadores hasta la izquierda, pensó
que todo el asunto era loco. Esos eran los “débiles” contra los que
despotricaba Mrs. Thatcher. El hecho de que hubo una cierta polarización pero
que la oposición, aunque siguió siendo más bien una pequeña minoría, no se
debilitó, aún en el curso de una guerra y, en términos técnicos, brillantemente
exitosa, guerra, es significativo.
No obstante, la guerra fue ganada, por fortuna para Mrs.
Thatcher, muy rápido y con un costo modesto en vidas británicas, y con ello
vino una inmediata y vasta ganancia en popularidad. En consecuencia, el control
de Thatcher y de los thatcherianos, de la ultraderecha, sobre el Partido
Conservador aumentó enormemente de forma incuestionable. Mrs. Thatcher,
mientras tanto, estaba en la nube de Úbeda y se imaginaba como la reencarnación
del Duque de Wellington, pero sin ese realismo irlandés que el Duque de Hierro
jamás perdió, y de Winston Churchill pero sin los cigarros y, al menos uno
espera, sin el brandy.
Ahora déjenme tratar los efectos de la guerra. Debo
mencionar aquí, apenas brevemente, los efectos de corto plazo, esto es entre
ahora y la elección general.
El primero probablemente concernirá al debate sobre de quién
es la culpa. La Franks Commission está indagando, en estos momentos,
precisamente esto. Es seguro que el gobierno, incluída Mrs. Thatcher, saldrán
mal parados, como merecen (NdT: La Franks Commision señaló varios errores en la
política británica antes y durante la guerra, pero en última instancia absolvió
al gobierno y a su primer ministra. Como conclusión, afirmó: “No tendríamos
justificación para adjuntar crítica o culpa alguna al presente gobierno por la decisión
de la Junta argentina de cometer su acto de agresión no provocado con la
invasión de las Islas Falklands el 2 de abril de1982”. El informe fue señalado
luego por la prensa como ejemplo de un “lavado de culpas”).
La segunda cuestión es el costo de la operación y el
subsiguiente y continuo costo de mantener una presencia británica en las
Falklands. La declaración oficial es que será de unos 700 millones de libras
hasta ahora, pero mi propia estimación es que casi con certeza equivaldrá a
miles de millones. La contabilidad es, como bien se sabe, una de las formas de
la escritura creativa, así que cómo calcula uno el costo de una operación
particular de este tipo es opcional, pero, lo que sea que fuere, resultará muy,
muy caro. Seguramente la izquierda presionará sobre esta cuestión, y debería
hacerlo. Sin embargo, desafortunadamente, las sumas son tan grandes que carecen
de significado para la mayoría de la gente. Así que mientras las cifras serán
citadas a menudo en el debate político, sospecho que esta cuestión no será muy
prominente o muy efectiva en términos políticos.
La tercera cuestión es el peso de las Falklands en la
política de guerra Británica, o la política de defensa, como ahora le gusta
llamarla a todo el mundo. La guerra de las Falklands ciertamente intensificará
la salvaje lucha intestina entre almirantes, brigadieres, generales y el
Ministerio de Defensa, que ya ha producido la primera baja post-Falklands, el
propio ministro, Nott. Hay muy pocas dudas de que los almirantes utilizaron el
asunto de las Falklands para probar que una gran armada, capaz de operar en
todo el planeta, era absolutamente esencial para Gran Bretaña –mientras todos
los demás saben que no podemos costearla y, aún más, no vale la pena mantener
una armada de ese tamaño para aprovisionar a Port Stanley. Estas discusiones
ciertamente plantearán la cuestión de si Gran Bretaña puede costear una armada
global y misiles Trident, y cuál, exactamente, es el rol y la importancia de un
armamento nuclear independiente de Gran Bretaña. Así que, en esa medida, pueden
jugar un papel en el desarrollo de la campaña para el desarme nuclear que no
debería ser subestimado.
Luego, el futuro de las propias Islas Falklands. Esto, una
vez más, es probable que sea de poco interés general, dado que las Islas
dejarán de ser, de nuevo, de serio interés para la mayoría de los británicos.
Pero será un enorme dolor de cabeza para los funcionarios, para el Foreign
Office y para todos los involucrados, porque no tenemos política alguna para el
futuro. No era el objetivo de la guerra resolver los problemas de las Islas Falklands.
Estamos, simplemente, de regreso en la casilla inicial, o más bien más atrás, a
la casilla menos uno, y algo habrá que hacer, más temprano o más tarde, para
encontrar una solución permanente a este problema a menos que los gobiernos
británicos estén contentos simplemente con mantener un enormemente caro
compromiso que continuará por siempre, sin propósito alguno, allí abajo, cerca
del Polo Sur.
Finalmente, permítanme tratar la más seria cuestión de los
efectos de largo plazo. La guerra demostrá la fuerza y el potencial político
del patriotismo, en este caso en su forma patriotera. Esto no debería, quizás,
sorprendernos, pero los marxistas no han hallado fácil lidiar con el
patriotismo de la clase obrera en general y con el patriotismo inglés o británico
en particular. Británico, aquí, significa el lugar donde el patriotismo de los
pueblos no ingleses viene a coincidir con el de los ingleses; donde no
coincide, como es, a veces, en el caso de Escocia y Gales, los marxistas han
estado más conscientes sobre la importancia del sentimiento nacionalista o
patriótico. Incidentalmente, sospecho que mientras que los escoceses se sienten
más bien británicos respecto de las Falklands, los galeses no. El único partido
parlamentario que, como partido, se opuso a la guerra desde el comienzo fue el
Plaid Cymru y, por supuesto, en tanto que de galeses se trata, “nuestros
muchachos” y “nuestra sangre” no están en las Falklands sino en la Argentina.
Son los galeses patagónicos que envían una delegación cada año al National
Eistedfodd a fin de demostrar que uno puede vivir incluso en el otro extremo
del planeta y ser galés. Así que, en lo que concierne a los galeses, la
reacción, la apelación thatcheriana por las Falklands, el argumento de “nuestra
sangre”, probablemente cayeron en saco roto.
Ahora bien, hay varias razones por las que a la izquierda y
en particular a la izquierda marxista no le ha gustado realmente lidiar con la
cuestión del patriotismo en este país. Hay una específica concepción histórica
del internacionalismo que tiende a excluir el patriotismo nacional. Debemos,
también, tener presente que la fortaleza de la tradición progresista/radical
pacifista y contra la guerra, que es muy fuerte y que ciertamente ha penetrado,
hasta cierto punto, en el movimiento trabajador. De allí que haya la sensación
de que el patriotismo de algún modo entra en conflicto con la conciencia de
clase, como en verdad hace a menudo, y que la clase gobernante y hegemónica
tiene una enorme ventaja al movilizarla para sus propósitos, lo que también es
verdad.
Quizás también está el hecho de que algunos de los más
dramáticos y decisivos avances de la izquierda en este siglo fueron alcanzados
en la lucha contra la I Guerra Mundial y que fueron alcanzados por una clase
obrera que se sacudió el yugo del patriotismo y del patrioterismo y decidió
optar por la lucha de clases; seguir a Lenin volviendo su hostilidad contra sus
propios opresores en lugar de contra países extranjeros. Después de todo, lo
que destruyó la Internacional Socialista en 1914 fue precisamente el fracaso de
los trabajadores en hacer esto. Lo que, en un sentido, restauró el alma del
movimiento obrero internacional fue que, después de 1917, en todos los países
beligerantes los trabajadores se unieron para luchar contra la guerra, por la
paz y por la Revolución Rusa.
Estas son algunas de las razones por las que los marxistas
quizás fallan en prestar debida atención al problema del patriotismo. Así que
déjenme sólo recordarles como historiadores que el patriotismo no puede ser desatendido.
La clase obrera británica tiene una larga tradición de patriotismo que no
siempre fue considera incompatible con una fuerte y militante conciencia de
clase. En la historia del cartismo y de los grandes movimientos radicales de
principios del siglo XIX, tenemos a remarcar la conciencia de clase. Pero
cuando en 1860 uno de los pocos trabajadores británicos que escribieron acerca
de la clase obrera, Thomas Wright, el “ingeniero jornalero”, escribió una guía
sobre la clase obrera británica para lectores de clase media, porque a algunos
de estos trabajadores se les iba a dar el voto, ofreció un interesante esbozo
de las varias generaciones de trabajadores que había conocido como hábil
ingeniero. Cuando llegó a la generación cartista, gente que había nacido a
principios del siglo XIX, notó que odiaban todo lo que tenía que ver con las
clases altas, y que no confiaban en ellas ni una pulgada. Rehusaban tener nada
que ver con lo que llamaban la clase enemiga. Al mismo tiempo, observó que eran
fuertemente patrióticos, fuertemente antiextranjeros y particularmente
antifranceses. Eran gentes cuya infancia había ocurrido durante las guerras
napoleónicas. Los historiadores tienden a subrayar el elemento jacobino en el
movimiento obrero británico durante esas guerras y no el elemento antifrancés,
que también tenía raíces populares. Digo, simplemente, que uno no puede borrar
el patriotismo del escenario ni siquiera de los más radicales períodos de la
clase obrera inglesa.
A todo lo largo del siglo XIX, hubo una muy general
admiración por la Armada como institución popular, mucho más que el Ejército.
Pueden verlo todavía en todas las casas públicas que llevan el nombre de Lord
Nelson, una figura genuinamente popular. La Armada y nuestros marineros eran
cosas de las que los británicos, y ciertamente el pueblo inglés, se
enorgullecían. Incidentalmente, una buena parte del radicalismo del siglo XIX
fue construido sobre la apelación no sólo a los trabajadores y otros civiles,
sino a los soldados. Reynold’s News y otros periódicos radicales de esos días
eran muy leídos por las tropas porque se ocupaban sistemáticamente de los
descontentos entre los soldados profesionales. No sé cuándo esto en particular
dejó de ocurrir, aunque en la II Guerra Mundial el Daily Mirror logró una vasta
circulación en el Ejército precisamente por la misma razón. Tanto la tradición
jacobina y la tradición mayoritaria antifrancesa son, así, parte de la historia
de la clase obrera inglesa aunque los historiadores del movimiento obrero han
subrayado una y minimizado la otra.
De nuevo, en el comienzo de la I Guerra Mundial, el
patriotismo masivo de la clase obrera era absolutamente genuino. No era algo
que fuera sólo manufacturado por los medios. No excluía el respeto por la
minoría dentro del movimiento obrero que no lo compartía. Los elementos contra
la guerra y los pacifistas dentro del movimiento obrero no fueron marginados
por los trabajadores organizados. En este aspecto, hubo una gran diferencia
entre la actitud de los trabajadores y la de los pequeños burgueses
patrioteros. No obstante, permanece el hecho de que el mayor reclutamiento
masivo voluntario del Ejército en toda la historia fue el de los trabajadores
británicos que se enlistaron en 1914-1915. Las minas hubieran quedado vacías si
no hubiera sido porque el gobierno eventualmente reconoció que si no tenía
algunos mineros en las minas no tendría carbón. Después de un par de años,
muchos trabajadores cambiaron de idea respecto de la guerra, ese brote inicial
de patriotismo es algo que tenemos que recordar. No estoy justificando estas
cosas, sólo señalando su existencia e indicando que al mirar la historia de la
clase obrera británica y la realidad actual debemos lidiar con estos hechos,
sea que nos gusten o no. Los peligros de este patriotismo siempre fueron y
todavía son obvios, en no menor medida porque fue y es enormemente vulnerable
al patrioterismo de la clase dominante, al nacionalismo antiextranjero y, por
supuesto, en nuestros días, al racismo.
Estos peligros son particularmente grandes allí donde el
patriotismo puede ser separado de otros sentimientos y aspiraciones de la clase
obrera, o aún allí donde puede ser contrapuesto a ellos: donde el nacionalismo
puede ser contrapuesto a la liberación social. La razón por la que nadie presta
mucha atención al, digamos, patrioterismo de los cartistas es que estaba
combinado con, y enmascarado por, una enorme y militante conciencia de clase.
Es cuando ambas cosas son separadas –y pueden ser fácilmente separadas—que los
peligros son particularmente obvios. Inversamente, cuando las dos van juntos,
multiplican no sólo la fuerza de la clase obrera sino su capacidad de colocarse
a la cabeza de una amplia coalición por el cambio social e incluso dan la
posibilidad de arrancar la hegemonía a la clase enemiga.
Es por eso que en el período antifascista de los ’30, la
Internacional Comunista lanzó un llamado a arrancar las tradiciones nacionales
a la burguesía, a capturar las banderas nacionales por tanto tiempo ondeadas
por la derecha. Así, la izquierda francesa trató de conquistar, capturar o
recapturar la tricolor y a Juana de Arco y, hasta cierto punto, lo logró.
En este país no buscamos exactamente lo mismo, pero tuvimos
éxito en algo más importante. Como la guerra antifascista demostró muy dramáticamente,
la combinación de patriotismo en una genuina guerra popular probó ser un factor
de radicalización política de un grado sin precedentes. En el momento de su
máximo triunfo, el ancestro de Mrs. Thatcher, Winston Churchill, el
incuestionado líder de una guerra victoriosa, y de una guerra victoriosa mucho
más grande que la de las Falklands, se halló, para su enorme sorpresa, empujado
a un lado porque la gente que había combatido esa guerra, y combatido
patrióticamente, había sido radicalizada por ella. Y la combinación de un
movimiento radicalizado de la clase obrera y un movimiento popular detrás de
ella se demostró enormemente efectivo y poderoso.
Michael Foot (NdT: importante líder del Partido Laborista en
el siglo XX) puede ser culpado de pensar demasiado en términos de recuerdos
“churchillianos” –1940, Gran Bretaña alzándose sola, la guerra antifascista y
todo lo demás, y obviamente estos ecos estaban allí en la reacción laborista a
las Falklands. Pero no olvidemos que nuestros recuerdos “churchillianos” no son
sólo de gloria patriótica –sino de la victoria contra la reacción, tanto en el
exterior como en casa: del triunfo obrero y de la derrota de Churchill. Es
difícil concebir esto en 1982, pero como historiador debo recordárselos. Es
peligroso dejar el patriotismo exclusivamente a la derecha.
Actualmente, es muy difícil para la izquierda recapturar el
patriotismo. Una de las más siniestras lecciones de las Falklads es la
facilidad con la que los thatcherianos capturaron el brote patriótico que inicialmente
no estaba, en sentido alguno, confinado a los conservadores, y mucho menos a
los thatcherianos. Recordemos la facilidad con la que los no patrioteros podían
ser etiquetados, si no directamente de antipatrióticos, al menos de “suaves con
los argies”; la facilidad con la cual la Union Jack pudo ser movilizada contra
los enemigos domésticos así como los extranjeros. Recuerden la fotografía de
las tropas regresando en sus transportes, con una cartel que decía: “Terminen
con la huelga ferroviaria o mandamos un ataque aéreo” (NdT: En inglés, es un
juego de palabras entre strike como huelga y strike como ataque: ‘Call off the
rail strike or we’ll call an air strike’). Aquí yace el significado de largo
plazo de las Falklands en los asuntos políticos británicos.
Es una señal de un muy gran peligro. El patrioterismo hoy es
particularmente fuerte porque actúa como una suerte de compensación de los
sentimientos de decadencia, desmoralización e inferioridad, que la mayoría de
la gente de este país siente, incluyendo a muchos trabajadores. Este
sentimiento es intensificado por la crisis económica. Simbólicamente, el
patrioterismo ayuda a la gene a sentir que Gran Bretaña no se está hundiendo
sin más, que todavía puede hacer y lograr algo, puede ser tomada seriamente,
puede, según dicen, ser “Gran” Bretaña. Es simbólico porque, de hecho, el
patrioterismo thatcheriano no ha logrado nada en términos prácticos y no puede
lograr nada. Rule Britannia se ha vuelto de nuevo, y creo que por primera vez
desde 1914, algo así como el Himno Nacional. Valdría la pena estudiar un día
por qué, hasta el período de las Falklands, Rule Britannia se había convertido
en una pieza de arqueología musical y por qué ha dejado de serlo. En el mismo
momento en que Gran Bretaña patentemente no gobierno ya las olas o un imperio,
la canción ha resurgido y, sin dudas, tocado un nervio en la gente que la
canta. No es sólo que hayamos ganado una pequeña guerra que tuvo pocas bajas,
combatida allá a lo lejos contra extranjeros a los que ya no podemos vencer al
fútbol, y que esto haya alegrado al pueblo, como si hubiéramos ganado el
Mundial con armas. Pero ¿ha hecho algo más, a la larga? Es difícil advertir que
haya logrado, o pueda lograr, algo más.
Y, sin embargo, hay un peligro. Siendo muchacho, viví
algunos de los muy jóvenes y formativos años de la República de Weimar, con
otro pueblo que se sentía derrotado, que había perdido sus viejas certezas y
amarras, relegado en la liga internacional, compadecido por los extranjeros.
Añadan depresión y desempleo masivo y lo que obtuvimos entonces fue Hitler.
Ahora no nos tocará un fascismo del viejo tipo. Pero el peligro de una derecha
populista, radical, que se mueve aún más a la derecha, es patente. Ese peligro
es particularmente grande porque la izquierda hoy está dividida y desmoralizada
y, más que nada, porque vastas masas de británicos, o en cualquier caso de
ingleses, han perdido la esperanza y la confianza en los procesos políticos y
en los políticos: cualquier político. La principal carta de triunfo de Mrs.
Thatcher es que la gente dice que no es como un político. Hoy, con 3.500.000 de
desempleados, 45% de los electores de Northfield, 65% de los electores de
Peckham, no se molestan en votar. En Peckham, 41% del electorado votó por el
Laborismo en 1974, 34% en 1979 y 19.1% hoy. No estoy hablando de votos
emitididos, sino del electorado total en esos distritos.En Northfield, que se
encuentra en el medio de la zona de devastación de la industria automotriz
británica, 41% votó por el laborismo en 1974, 32% en 1979 y 20% hoy.
El principal peligro yace en la despolitización, que refleja
una desilusión con la política nacida de una sensación de impotencia. Lo que
vemos hoy no es un aumento sustancial en el apoyo a Thatcher o a los
thatcherianos. El episodio de las Falklands puede haber hecho sentir mucho
mejor a un montón de británicos temporariamente, aunque el “factor Falklands”
es casi con certeza un capital que se reduce para los conservadores; pero no ha
hecho mucha diferencia respecto de la desesperanza, la apatía y el derrotismo
básicos de tantos en este país, el sentimiento de que no podemos hacer mucho
respecto de nuestro destino. Si el gobierno parece retener el apoyo mejor de lo
que podría esperase, es porque la gente (muy equivocadamente) no culpa a
Thatcher por la miserable condición del país actual, sino, más o menos
vagamente, a factores que están más allá de su control, o del de cualquier
gobierno. Si el laborismo no ha recuperado suficiente apoyo hasta ahora –aunque
puede hacerlo todavía—, no es sólo por sus divisiones internas, sino también,
en gran medida, porque muchos trabajadores no tienen mucha fe en las promesas
de ningún político de superar la depresión y la crisis de largo plazo de la
economía británica. Así que ¿para qué votar por unos en lugar de otros? Demasiada
gente está perdiendo la fe en la política, incluyendo su propio poder de hacer
algo al respecto.
Pero supongan que aparezca un salvador en un caballo blanco.
No parece probable, pero sólo supongamos que alguien apelara a las emociones, a
hacer fluir la adrenalina movilizando contra los extranjeros en el exterior o
en el interior del país, quizás mediante otra pequeña guerra, la cual podría en
las presentes circunstancias encontrarse convertida en una gran guerra, la que,
como bien sabemos, sería la última de las guerras. Es posible. No creo que ese
salvador vaya a ser Thatcher, y en esa medida puedo terminar en un tono algo
más optimista. La idea de la libre empresa, con la cual está comprometida, no
es ganadora, como la propaganda fascista reconoció en los ‘30. No se puede
ganar diciendo: “Dejen que los ricos se hagan más ricos y al cuerno con los
pobres”. Las perspectivas de Thatcher son menos buenas que las de Hitler,
porque tres años después de la llegada de éste al poder no quedaba mucho desempleo
en Alemania, mientras que tres años después de la llegada de Thatcher al poder
el desempleo es más alto que nunca antes y probablemente crecerá. Ella está
silbando en la oscuridad. Todavía puede ser derrotada. Pero el patriotismo y el
patrioterismo han sido utilizados una vez para cambiar la situación política en
su favor y pueden ser utilizados de nuevo. Debemos estar alertas. Los gobiernos
desesperados de la derecha intentan cualquier cosa.
Eric J. Hobsbawm es uno de los más grandes historiadores de
la era moderna y uno de los intelectuales más destacados del último siglo.
Nacido en Alejandría (Egipto) en 1917, se crió en Viena y Berlín, y emigró a
Londres en 1933. En su vasta obra, universalmente reconocida por su calidad y
brillantez, se destaca la serie dedicada al desarrollo de la modernidad y el
capitalismo, del siglo XVIII a la actualidad: The Age of Revolution, The Age of
Capital, The Age of Empire, The Age of Extremes ( La Era de la Revolución, La
Era del Capialismo, La Era del Imperio, Historia del Siglo XX). En 2011, a los
noventa y cuatro años, publicó “How to Change The World” (Cómo cambiar el
mundo, Marx y el marxismo, 1840-2011), una brillante y erudita colección de
artículos sobre la obra de Karl Marx y el marxismo, cuya herencia aún reivindica.
Aquí se puede leer la versión original de este texto, en
inglés.
Fuente:
http://www.elpuercoespin.com.ar/2012/02/17/malvinas-una-guerra-contra-la-decadencia-del-imperio-britanico-por-eric-j-hobsbawm/
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