04-03-2012
Perú en el
Plan Cóndor
Gustavo
Espinoza M.
Rebelión
Una denuncia
publicada recientemente por la revista de César Hildebrandt referida a Carla
Artez Rutila, nacida en el Perú y secuestrada con sus padres a fines de los
años 70 y la presentación del general Francisco Morales Bermúdez ante el III
Juzgado Penal de Lima que ve el caso de su extradición solicitada por la
justicia argentina; reactivó el debate en torno al Plan Cóndor y su incidencia
en el Perú. Como de por medio está una orden de captura y un requerimiento
similar formulado por la justicia italiana, es bueno esbozar una idea de lo que
significó del denominado “Plan Cóndor”
impulsada en su momento por las dictaduras militares del cono sur, alentadas
por El Pentágono y sustentadas por la Agencia Central de Inteligencia de los
Estados Unidos.
Como se
recuerda, el Plan Cóndor se concretó formalmente
en un encuentro celebrado en el edificio de la Academia de Guerra, en Santiago
de Chile a finales de noviembre de 1973, y al que concurrieron “delegados” de
ese país, Argentina, Paraguay, Uruguay y Bolivia. El Perú no participó, porque
la administración norteamericana no tenía confianza en los militares de aquí,
que vivían aún influidos por la experiencia velasquista.
Es verdad
que ya en ese momento Velasco había sido depuesto. Perú todavía su sucesor,
Francisco Morales Bermúdez no se atrevía a develar todas sus cartas. Aún jugada
al demagógico discurso de la “profundización del proceso”, que engañó a muchos
y desorientó a distintas fuerzas del continente. La administración yanqui, en
ese contexto, no juzgó prudente la presencia peruana, decisión que fue
compartida por los servicios secretos de los otros países que tampoco tenían
muchas razones para confiar en el Perú.
El Plan Cóndor puso en marcha un siniestro plan de
exterminio alentado por la idea de “acabar con la subversión”, entendida esta
como el conjunto de fuerzas que se oponían a la gestión militar imperante y
obstruían la aplicación de los “modelos” económicos diseñados por el Fondo
Monetario y que debían imponerse “por la razón o por la fuerza”, como lo
indicaba el lema del escudo nacional de Chile. Esto, conocido por diversos
sectores de opinión, es sin embargo novedoso para las nuevas generaciones que fueron
educadas en el espíritu del silencio ante estos hechos macabros, y cuyas mentes
resultaron frivolizadas al extremo mediante programas que les enseñaron a vivir
sin pensar, despreocupadas por lo que ocurría en su país y en la región.
En muchos
casos las acciones del Plan Cóndor
fueron consideradas secretas. Es decir, que se desarrollaron a escondidas,
amparadas en la oscuridad de la noche, la lejanía del campo, o el abandono de
playas en las que numerosas víctimas eran torturadas y asesinadas. En otras,
estuvieron disfrazadas y se presentaron bajo la táctica del “camuflaje” para no
ser identificadas como prácticas castrenses.
Eso último
puede acreditarse con hechos tangibles: miles de personas secuestradas en
Argentina fueron abordados y luego trasladados a sus lugares de reclusión en
vehículos no oficiales, y los locales en los que fueran hacinados los
intervenidos eran centros clandestinos de reclusión -como la ESMA- o
establecimientos comerciales privados, como Automotores Orletti, en Buenos
Aires. Pero todas estas acciones tuvieron un común denominador: eran prácticas
de exterminio masivo y se orientaban a acabar definitivamente con todo aquello
que asomara como “resistencia” a la política oficial. Matar destacadas
personalidades como el general Pratts, Orlando Letelier y Juan José Torres, o
arrojar presos atados al mar desde aviones, era una rutina consustancial al
esquema entonces vigente. Stella Calloni, brillante periodista argentina, ha
documentado el tema en valiosos libros.
Uno de los
líderes de esta práctica asesina, el general Iberico Saint Jean -gobernador de
Buenos Aires en 1977- acuñó una frase que mostró muy claramente “la frontera”
en la que debía terminar la acción: “Primero mataremos a todos los subversivos,
luego mataremos a sus colaboradores, después a sus simpatizantes, enseguida a
aquellos que permanecen indiferentes, y finalmente mataremos a los tímidos”.
Pero antes, había dicho también: “Los enemigos de la Patria no son únicamente
aquellos que integran la guerrilla apátrida de Tucumán. También son enemigos
quienes cambian o deforman en los cuadernos de nuestros niños el verbo amar;
los ideólogos que envenenan en nuestras Universidades el alma de nuestros
jóvenes y arman la mano que mata sin razonar y sin razón; los malos funcionarios
que lucran a expensas de sus cargos; los aprendices de políticos que sólo ven
en sus semejantes el voto que les permitirá acceder a sus apetitos materiales;
los seudo sindicalistas que reparten la demagogia para mantener posiciones
personales sin importarles los intereses futuros de sus representantes ni de la
Nación; el mal sacerdote que enseña a Cristo con un fusil en la mano; los Judas
que alimentan la guerrilla; el soldado que traiciona su unidad entregando el
puesto de centinela al enemigo y el gobernante que no sabe ser guía ni
maestro”.
En esa
concepción, enemigos de estos “Cruzados” de nuevo tipo eran todos: estudiantes,
intelectuales, profesionales, sacerdotes, militares. Ellos creían ver, en
quienes no sustentaban sus elucubraciones demenciales, adversarios demoniacos a
los que había que aniquilar a cualquier precio. Esas prácticas y sus teorías
llegaron al Perú un poco después, cuando los requerimientos del “Plan Cóndor” demandaron no solo acciones, sino
también información referida al “accionar subversivo”. Proporcionar esa
información, era un modo de hacer “mérito” ante los servicios secretos
chilenos, argentinos o norteamericanos. Ahí asomó la presencia peruana en
Cóndor.
Cuando en
los primeros días de marzo de 1977 se anunció la visita al Perú del general
Carlos Rafael Videla -que finalmente no se concretó- la policía hizo aquí
algunas capturas. Entre los detenidos estuvo Carlos Alberto Maguid, un
ciudadano argentino que vivía en el Perú después de haber huido de su país en procura
de salvar su vida. Lo conocí personalmente porque me tocó compartir celda con
él los cinco días en que ambos estuvimos detenidos en Seguridad del Estado por
el mismo motivo: el interés del gobierno peruano de asegurar que no habrían
actos hostiles que empañaran la visita del general Videla. Maguid era un hombre
claro, lúcido y valiente. Estaba plenamente consciente de la situación que se
le había creado y sabía que ella podría serle fatal, como que así ocurrió. A
poco de liberado, fue capturado nuevamente, torturado en forma salvaje y
finalmente asesinado. Unos dicen que murió aquí, y otros, que fue entregado a
las autoridades de su país, pero en cualquier caso, se convirtió simplemente en
un Desaparecido. Fue el primer hito demostrable en la relación ya entonces
establecida entre los servicios secretos peruanos y el Plan Cóndor. Alguien deberá responder por eso.
14 meses
después, en mayo de 1978, ocurrió otro caso tangible: la detención y
deportación de un grupo de personalidades políticas del Perú por parte del
gobierno militar de Morales Bermúdez. La medida comprendió a dos altos
oficiales de la Marina de Guerra, de orientación velasquista; un periodista de
derecha, dos dirigentes sindicales, y personalidades de la izquierda. Todos
ellos, capturados en Lima y Arequipa, fueron enviados clandestinamente a
Argentina y depositados originalmente en Jujuy, y luego transferidos y ubicados
incluso en La Patagonia. Aunque se dijo que la intención era matarlos, los
afectados lograron recuperar su libertad y salir de ese país salvándose de
peligros mayores. Pero ese fue sin duda un nuevo hito en la relación entre las
autoridades militares peruanas y el Plan Cóndor.
Dos años más
tarde, en junio de 1980, y afianzados los vínculos entre los servicios de inteligencia
del Perú y el Plan Cóndor se produjo el secuestro de un grupo de presuntos subversivos -hombres y mujeres- que fueron intervenidos en
el barrio de Miraflores. Algunos, no aparecieron más y otra, Esther Gianotti de
Molfino, fue encontrada muerta en un hotel de Madrid. En su libro “Muerte en el
Pentagonito”, Ricardo Uceda aborda el tema y responsabiliza del hecho a un
grupo de oficiales peruanos liderados por el Comandanta Carlos Morales Dávila,
apodad “Britzo”, quien luego simplemente se hizo humo.
Estos
hechos, no obstante, fueron insuficientemente investigados y de ellos no derivó
ningún proceso penal. Quienes cuestionan hoy el que se busque justicia en
tribunales internacionales, deben recordar que las autoridades judiciales de
nuestros países simplemente soslayaron el tema en la ocasión. Y omitieron
investigar también otro caso en el que hubo sospechosa intervención terrorista:
la voladura de helicópteros en accidentes provocados que segaron la vida a Omar
Torrijos, el ecuatoriano Jaime Roldós y el general peruano Luis Hoyos Rubio,
entonces Comandante General del Ejército Peruano y el último de los militares
velasquistas de la época. Estos hechos bien pudrían ser atribuidos a la misma
autoría.
Aunque los
hechos hayan “envejecido”, resulta indispensable investigarlos y deslindar las
responsabilidades a las que hubiera lugar. Francisco Morales Bermúdez y sus
colaboradores más inmediatos, deberán responder por ellos, que quedan como
experiencias que Jorge Luís Borges bien podría haber incluido en su “Historia
universal de la infamia”.
Gustavo
Espinoza M. Del Colectivo de Dirección de Nuestra Bandera
Rebelión ha
publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de
Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.
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