08-03-2012
Testimonio de la hija de Arcesio Lemus, prisionero político
asesinado por el Estado en 2010
Los presos políticos son torturados y condenados a muerte de
facto, por negación de asistencia médica
Rpasur-RECALCO
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AQUÍ NO ESTAMOS TODOS, AQUÍ FALTAN NUESTROS PRESOS",
testimonio de la hija de Arcesio Lemus, prisionero político asesinado durante
su encarcelamiento por negación de asistencia médica por parte del
establecimiento colombiano como forma de castigo y tortura habitual del
maltrato institucional que esta población reclusa recibe. Las infrahumanas
condiciones de encarcelamiento a las que son sometidos los prisioneros, hacen
de las cárceles de Colombia verdaderos recintos de tortura y vejación, con
resultado frecuente de fallecimiento, en particular aplicación de la pena de
muerte por parte del Estado contra la disidencia prisionera. Se estiman entre
8000 y 9500 los presos y presas polític@s en Colombia, según se denunció en el
foro 'Colombia entre Rejas': la tortura es denunciada como sistemática. En el
Foro "Colombia entre Rejas" los familiares de las y los prisioneros
políticos lo dijeron alto y claro: "No hay duda, no hay espera; hay que
actuar presionando desde el principio"
"En los últimos quince años, hemos vivido con mi
familia una historia de destierros y encierros. Mi padre, Arcesio Lemus, desde
muy niño, tuvo que soportar las inclemencias de la violencia partidista en
Colombia. Y, al contrario de volverle un ser rencoroso, lo llenó de amor por
las causas populares. Así se hizo líder campesino, líder de trabajadores
informales, líder comunitario, y un referente del trabajo revolucionario en el
norte del Tolima. Ese tipo de cosas no las perdona el Estado. Así que en la
década de los 90 mi padre tuvo que desterrarse de Líbano, Tolima, para
salvaguardar su vida y la de nuestra familia.
Pero la cosa se puso peor. Mi madre fue víctima de un
montaje judicial, que la tuvo dos años tras las rejas. Yo, tal vez, tuve la
mejor parte, porque solamente fui conducida a una correccional de menores
cuando tenía 15 años, pero tuve la suerte de que mi rendimiento académico se
convirtió en el argumento para que me devolvieran a la libertad, bajo custodia
de personas de noble corazón que tuvieron a bien brindarnos su apoyo en ese
difícil momento.
Fueron dos años de presión para que mi papá se entregara,
que no le dejaron más opción que la clandestinidad y, en identidad con sus
ideales, por la insurgencia. Desde entonces se incorporó a la guerrilla del Ejército
de Liberación Nacional (ELN), donde se desempeñaba como salubrista del Frente
Bolcheviques del Líbano. ¡Vaya paradoja! Mi papá salvó decenas de vidas, trajo
otras tantas al mundo, cuidó de la salud de insurgentes, pero también de
campesinos y de todo aquel que lo necesitara en la zona. Y, sin embargo, mi
papá murió por una negligencia médica.
En noviembre de 2005 mi papá fue detenido por el Ejército.
Desde entonces, empezó el calvario del encierro. Su espíritu revolucionario se
tornó más intenso. Como siempre, era el primero en levantarse y el último en
acostarse. Promovía grupos de estudio, brigadas de limpieza, jornadas de
actividad física, y un sinnúmero de actividades que lograron posicionarlo como
un referente en cada uno de los patios de las cárceles donde estuvo prisionero.
Eso tampoco lo perdona el Estado.
Son innumerables las solicitudes de trabajo, de talleres, de
actividades para desarrollar al interior de la cárcel y nunca fueron atendidas.
Lo único que logró fue su traslado de un patio a otro y de la Cárcel de
Picaleña, que permitía a nuestra familia estar un poco más cerca, a la cárcel
de La Dorada (Caldas). Allí mi padre comenzó a enfermar. A la edad de 65 años
empezó a tener intensos dolores de cabeza y mareos. Una vez más, los directivos
penitenciarios de Doña Juana en La Dorada (Caldas), se llenaron de solicitudes
de mi padre, en donde les exigía su derecho elemental a la salud. Nunca fueron
atendidas por el INPEC.
Mi padre empezó a sufrir desmayos que tampoco fueron
atendidos por el INPEC. Sus compañeros de cautiverio hicieron huelgas y
motines, hasta que lograron que lo sacaran a "la unidad de sanidad"
(como llaman en las cárceles), donde lo aislaron. Tan pronto supimos la familia
empezamos a llamar a solicitar información sobre su estado de salud, y nos
decían que mi papá tenía depresión.
¿Depresión? Un hombre que fue ejemplo de dignidad y para
quien su tarea principal era la libertad, no la suya, sino la del pueblo, no
tenía tiempo para deprimirse. Empezamos a gestionar visitas de organismos de
derechos humanos, el ingreso de los abogados del Comité de Solidaridad, y de la
abogada que llevaba el caso de mi papá, a apelar por lo menos al más mínimo
sentido de humanidad de los guardias, pero nada funcionó. Un día cualquiera, mi
papá fue remitido, en grave estado de salud, nuevamente a la cárcel de
Picaleña, pero no lo hacían para permitir el acercamiento familiar, como lo
veníamos solicitando dos años antes. Tampoco lo hacían por su estado de salud.
Simplemente lo enviaron en revisión ordinaria, como para deshacerse del
problema.
En la cárcel de Picaleña, al encontrarlo en tan delicado
estado de salud, fue remitido al Hospital Federico Lleras Acosta, donde recibió
una atención deshumanizada y humillante, como suelen recibir la mayoría de
presos colombianos que se enferman. Sin atender la delicada situación de mi
papá, fue devuelto a la cárcel, con la prescripción de observación permanente
en la unidad de sanidad. Al día siguiente, logramos una visita de diez minutos
para ver a mi padre, y lo encontramos con un golpe terrible en la cabeza,
bañado en sangre y en una situación peor. "Fue que se cayó", fue lo
que nos dijeron en el INPEC.
De manera desesperada empezamos a rogar que lo llevaran de
nuevo a un centro médico. Mi padre ya no podía hablar tan siquiera, llevaba
casi quince días vomitando, no controlaba esfínteres, había perdido peso de
manera alarmante y, por si fuera poco, se agregaba un trauma craneoencefálico
que nunca se supo cómo sucedió dentro de la cárcel. Nada de eso fue suficiente
para que los directivos del INPEC atendieran su salud. Dos días después, con
toda la presión hecha pero cuando prácticamente no quedaba nada que hacer, mi
papá fue remitido de nuevo a una institución hospitalaria en estado de coma.
Allí le encontraron un tumor en su cerebro. Estuvo 22 días en cuidados
intensivos, hasta que el 29 de junio del año 2010, mi papá falleció.
Quiero compartir esta historia con ustedes para demostrar el
tamaño de la ignominia que viven los presos colombianos, y especialmente, los
presos políticos, contra quienes pareciera existir una política de Estado, que
somete sus derechos, su dignidad y su vida a todo tipo de atropellos, como una
suerte de sanción política extra-judicial, pero también lo quiero hacer para
plantear una reflexión mucho más allá de la casuística, aprovechando la
instalación de esta Comisión de Observación Internacional.
En las cárceles colombianas, y en general en el sistema
penitenciario colombiano, no existe la más mínima noción de salud, y menos aún,
una política sanitaria. No sólo entendida la salud como la ausencia de
enfermedad o la atención a las enfermedades de los presos cuando éstas ocurren,
sino entendida como las condiciones básicas de calidad de vida para los
internos. Las cárceles son sitios insalubres, caldos de cultivo de enfermedades
infecto-contagiosas; no cuentan con condiciones de saneamiento básico; no
existe un seguimiento a los regímenes nutricionales; el hacinamiento es
crítico; los problemas de salud mental, de enfermos crónicos, de salud pública
que padecen muchos internos no son tratados de manera adecuada en las
condiciones particulares que ello exige. Al contrario, son sometidos ellos y
los otros, que gozan por lo menos de ausencia de enfermedad, a convivir en
espacios comunes que agudizan y tensionan la situación sanitaria aún más.
Pero hay una cuestión que me genera particular inquietud: el
INPEC paga a CAPREPOC, la EPS que atiende la salud de los internos,
aproximadamente 27 mil pesos mensuales por cada preso. Es decir, alrededor de
dos mil seiscientos millones de pesos, mes a mes, y casi 32 mil millones de
pesos al año. ¿En qué se invierte ese dinero, si las condiciones de sanidad de
las cárceles son absolutamente precarias? ¿Cuánto dinero de ese se invierte en
atender la salud de los internos, si pasan años para que sea aceptada una
solicitud de revisión médica, de exámenes, de tratamiento por parte de los
internos? ¿A dónde va a parar ese dinero si en las cárceles no existe la más
mínima medida de promoción y prevención de la salud y, menos aún, políticas
sanitarias?
Ruego a la Comisión de Observación que esta situación sea
tenida en cuenta con particular prioridad y énfasis. El derecho a la salud es
fundamental por su conexidad con la vida y, por tanto, es de obligatorio
cumplimiento por parte del Estado colombiano y el INPEC como directos
responsables de la integridad de las personas recluidas en las cárceles
colombianas.
Ruego a la Comisión de Observación presionar a la
institucionalidad internacional de la salud en el mundo, para que sus ojos sean
volcados sobre esta grave situación en las cárceles colombianas.
Pero, especialmente, ruego a la Comisión de Observación hacer
seguimiento y monitoreo a la situación de salud de los y las presas políticas,
pues, como advertí párrafos atrás, parece existir una política extra-judicial
de sanción que aprovecha afecciones de salud para mancillar su dignidad y su
vida.
A los y las familiares, con quienes comparto la angustia, la
solidaridad, el amor y el compromiso por nuestros prisioneros y prisioneras, no
me queda más que decirles que debemos estar atentos a cualquier asomo de
enfermedad en ellos. No hay duda, no hay espera. Hay que actuar presionando
desde el principio. Pero también invitarlos a organizarnos. Estamos en
condiciones de construir una red de trabajo más fuertes para acompañarlos,
apoyarlos, y seguir luchando por los derechos de nuestros familiares
prisioneros y prisioneras políticas en Colombia. Porque aquí no estamos todos.
Aquí faltan nuestros presos."
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El coordinador.
Cordoba
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