17 de junio de 2012
A PROPOSITO DE MALVINAS
Colonialismo ayer y hoy
Por José Pablo Feinmann
Pocos ignoran ya que el capitalismo nace de manos del asalto
colonial. Habría así una globalización (término usado en los últimos años pero
vigente desde la expedición colombina) que tiene su expresión fáctica en 1492.
La filosofía cartesiana le añade el componente subjetivo a esta empresa de la
modernidad capitalista y occidental. Desde un principio es Inglaterra la nación
que domina la conquista de los territorios periféricos, marginales o
subalternos. Incluso los piratas tienen una relevante importancia. La llamada
Rubia Albión sabe utilizarlos con sagacidad. La leyenda de piratas ahorcados
por las autoridades inglesas es sólo eso: una leyenda. Sir Francis Drake, Henry
Morgan –centralmente– despojaban a los galeones españoles y llevaban el oro a
Inglaterra. Ese oro se convertía en la materia prima del capital comercial y
luego industrial británico. Así, en el siglo XIX, Inglaterra se proclama “el
taller del mundo” y decide extraer materias primas baratas de los territorios
periféricos. En muchos de ellos elige no instalarse: los dominará por medio de
la economía. Esto sucede con la Argentina. Por jacobinos que fueran Moreno y
Castelli habían desentrañado exquisitamente el rumbo de la historia (que, en
ese momento, era transparente) en que les convenía incluirse: el de la
modernidad occidental capitalista. Al que el llamado “descubrimiento de
América”, la subjetividad cartesiana y luego la voluntad de poder nietzscheana
le entregan su orden fáctico y filosófico.
Podríamos decir que el Imperio Británico es el creador de la
mayoría de los países que se forman en el siglo XIX. En América latina: salir
del monopolio español. Mariátegui, nada menos, tenía todo esto muy claro:
“Enfocada sobre el plano de la historia mundial, la independencia sudamericana
se presenta decidida por las necesidades del desarrollo de la civilización occidental
o, mejor dicho, capitalista”. Esto lo ven –desde distintas concepciones del
mundo– tanto Heidegger como Marx. Los dos realizan una crítica a la modernidad
capitalista. Heidegger se centra en la técnica que arrasará el planeta. Y Marx
en la potencia revolucionaria de la burguesía que acabará con el feudalismo y
engendrará al proletariado redentor. El amor al campesinado que tramaba la
filosofía de Heidegger lo abría más a la búsqueda de un sentido lateral al del
imperialismo. Marx veía en el imperialismo un proceso necesario para modernizar
los territorios atrasados y prepararlos para la revolución. Desde este punto de
vista –por increíble que parezca– Heidegger habría podido dialogar más
abiertamente con Felipe Varela que Marx. Claro que cuando le dijera que la
salida era la abominación de la técnica y el estado de abierto, el pathos de la
escucha a la llamada del ser, Varela habría ordenado su fusilación inmediata.
Los dos grandes críticos de la modernidad capitalista no tenían respuestas para
los habitantes de las colonias: debían desaparecer. Marx, para que surgieran
las modernas relaciones capitalistas de producción y se superaran las Formen
que había analizado en los Gründrise (formaciones económicas precapitalistas).
Para Europa que, en 1833, Inglaterra (¡nada menos que
Inglaterra, la gran potencia colonialista!) se apoderara de las islas Malvinas
era un símbolo del progreso. Además, en esa fecha, Rosas no estaba en el
gobierno, sino Balcarce, tibio lomo negro que poco podría hacer y nada hizo.
Rosas recién asumiría su segundo gobierno en 1835, luego de la Revolución de
los Restauradores que condujo su mujer Encarnación Ezcurra, que habría de morir
joven. De todos modos, nada hizo. Su gesta anticolonialista deberá esperar
hasta la batalla de la Vuelta de Obligado que Marx habría condenado (de haberse
enterado de ella) porque era un freno a la expansión de la modernidad
capitalista, en cuyo vientre se gestaba, para destruirla, el proletariado
industrial, algo que jamás ocurrió. La burguesía de la modernidad capitalista
siguió en el poder, triunfó sobre los intentos socialistas del siglo XX y se
apresta a su máxima expresión histórica: destrozar el planeta o por un
conflicto nuclear o por una descomposición de las leyes de la naturaleza,
provocada por la voracidad de eso que Adorno y Horkheimer –siguiendo a
Heidegger– llamarán “razón instrumental”.
Pero la perfecta lucidez sobre la importancia y el
funcionamiento de la empresa colonial estuvo en manos de Inglaterra. Adam Smith
califica al descubrimiento de América como uno de los acontecimientos más
importantes de la historia de la humanidad. Esta cita es de 1776 (La riqueza de
las naciones) y ha reaparecido en un cercano libro de Noam Chomsky que acaso la
actualice para muchos. O logre que algunos norteamericanos la conozcan.
Nosotros la usamos desde 1969 y está en nuestro libro Filosofía y nación. El
título del libro de Chomsky es cristalino; demasiado debiera decirse: La
conquista continúa: 500 años de genocidio imperialista. Junto a la de Smith olvida
colocar las frases del Manifiesto: “Del mismo modo que ha subordinado el campo
a la ciudad (la burguesía) ha subordinado los países bárbaros o semibárbaros a
los países civilizados, los pueblos campesinos a los pueblos burgueses, el
Oriente al Occidente”. Sin embargo, para Smith, todo terminaba felizmente ahí.
No para Marx: de ahí surgiría el proletariado revolucionario que acabaría con
el orden mundial burgués, tan brutal como necesario. Los dos –del modo que
fuere– apoyaban el colonialismo occidental. Smith aconsejaba no permanecer en
las colonias. Deberían ser gobernadas por medio del mercantilismo. Con los
negocios les iría mejor que con las armas, que ya habían hecho lo suyo. Si las
colonias querían ser “libres”, que lo fueran. Si querían tener bandera, que la
tuvieran. Un pequeño ejército, también. Soberanía, orgullo nacional, por qué
no. Pero que comerciarán solamente con ellos. Nacen así las semicolonias o los
pactos neocoloniales. No el poscolonialismo. Las condiciones coloniales
permanecen pero de otro modo. Digámoslo así: el pacto neocolonial es la etapa
superior del colonialismo.
Richard Cobden (en febrero de 1850, en el Journal of
Economists) dirá: “El sistema colonial siempre ha sido funesto para el pueblo
inglés (...) ¡Lo que yo condeno es el sistema! (...) Debemos reconocer el
derecho de nuestras colonias a gobernarse por sí mismas (...) Nosotros hemos
adoptado el principio de la libertad de comercio; y, al actuar así, hemos
declarado que tendremos a todo el mundo por consumidor (...) Finalizo
suplicándoles que pidan para nuestras colonias los beneficios de la
emancipación política y que, desde ahora, nos neguemos a subvencionar sus
gastos de gobierno. ¡Que nombren a sus gobernadores, sus inspectores, sus
aduaneros, sus obispos y sus diáconos, y que paguen hasta las rentas de sus
cementerios”. Pero que comercien con nosotros. Nuestro imperialismo económico
se desarrollará mejor, más libremente y con menos gastos e incertidumbres. Lo
mismo William Gladstone en 1870: separarse amistosamente de las colonias pero
conservando el lazo esencial de dominación: “Esta separación nos ofrece la
posibilidad de una prolongación indefinida de las relaciones basadas en el
libreconsentimiento” (26 de abril de 1870).
Hay algo formidable en todo esto: la certeza del
colonialismo británico sobre las clases dominantes en las colonias. Jamás
serían una competencia para sus productos industriales. Jamás serían realmente
burgueses. Se dedicarían a civilizar sus países por medio del exterminio de la
barbarie subalterna y a gozar del fácil y próspero comercio con el Imperio. De
la “abundancia fácil” de su suelo (frase de Milcíades Peña) vivirían bajo el
imperativo del goce. Eternos importadores de manufacturas del “Taller del
Mundo” y exportadores de sus productos primarios. Así fue. Así fueron las
burguesías neocoloniales, creadas por el Imperio.
En cuanto al exterminio de la “barbarie” fueron aún más
crueles que el general Thomas Bugeaud en Argelia. O, al menos, tanto como él.
Que decía a sus pares franceses (la nación de las luces, de la razón) en la
Chambre de Députés en enero de 1840: “Según yo pienso, sólo queda la dominación
absoluta, la sumisión del país; creo que cada día serán más empujados a ello
por los acontecimientos”. Aquí se exterminó a la “barbarie” por medio de un
feroz proceso de colonialismo interno. (El primero en aplicar este concepto a la
realidad de nuestro país fue el genial Alberdi de los Póstumos V.) La
“organización nacional” fue continuada (con plena conciencia) por el Proceso de
Reorganización Nacional de 1976. David Viñas llama al genocidio de los pueblos
originarios en el sur del país “etapa superior de la conquista española”.
¿Quién estuvo al frente de esa campaña? Lo sabemos: el general Roca. Pero,
¿quién dio las armas? ¿Quién posibilitó la frase de Estanislao S. Zeballos que
a continuación citamos? Esta: “El Remington les ha enseñado (a los ‘salvajes’)
que un batallón de la República puede pasear la pampa entera, dejando el campo
sembrado de cadáveres” (Viñas, Indios, ejército y frontera, p. 49). La
posibilitó el Imperio. ¿O en el Buenos Aires de la “generación del ’80” alguien
fabricaba fusiles Remington? ¿Por qué entonces esa persistencia de Inglaterra
por permanecer en Malvinas? Porque hoy colonialismo e imperialismo se
complementan. Los norteamericanos invaden los territorios árabes y se quedan
ahí. Los ingleses no quieren dominar Malvinas por medio del librecambio. No,
algo hay en esas islas que les interesa retener en sus manos. Petróleo o un
privilegiado panóptico para vigilar el Atlántico Sur o, por qué no, algún ajado
orgullo de viejo gran imperio que ya no lo es. La batalla diplomática, por
consiguiente, será larga y dura. Pero es la única, ya que por el modo en que se
desarrollan los acontecimientos, los peligrosos “bárbaros” son ellos. Y ellos
lo han enseñado desde hace más de dos siglos: la “barbarie” es irracional, salvaje
y, en suma, sanguinaria. Aunque la preceda un pequeño príncipe de una monarquía
de opereta, como todas las que aún restan en pleno siglo XXI.
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