¿Qué PASO EL 11 de SEPTIEMBRE de 2001 ¿???
La caída de las Torres Gemelas y el atentado de Breivik
sacaron a la luz lo mejor y lo peor de dos sociedades
El día que no cambió nada
Michael Robeson
Asia Times Online
Traducido del inglés para Rebelión por Germán Leyens
¿Son anormales los noruegos, o qué? Setenta y siete son
masacrados por un asesino que recibe una condena de solo 21 años y no salen a
las calles a protestar, incluso cuando su presidente, sin una gota de machismo,
dice: “La bomba y las balas apuntaban a cambiar Noruega. El pueblo noruego
respondió adhiriéndose a nuestros valores. El asesino fracasó, el pueblo ganó”.
¿Qué clase de valores fastidiosos comparten los noruegos? ¿Y qué tienen contra
el cambio?
Setenta y siete noruegos pueden parecer pocos en
comparación con los casi 3.000 estadounidenses que murieron el día que cambió
todo para siempre, Amén. Pero para los 7 millones de noruegos, los ataques del
año pasado mataron proporcionalmente a más de ellos que la cantidad de
estadounidenses muertos el 11 de septiembre de 2011. Los políticos noruegos no
se desvivirán exigiendo medidas más estrictas de seguridad nacional y los
ciudadanos no se manifiestan por el Tea Party en las calles exigiendo venganza
y clamando por la pena de muerte. Los largos inviernos deben de aumentar su
sangre fría.
En EE.UU. “cambio” fue la consigna del día en 2001, y se ha
convertido en un mantra político desde entonces. Ehud Barak, exprimer ministro
de Israel y actual ministro de Defensa puso las cosas en marcha esa mañana
cuando, entrevistado por la BBC, anunció: “El mundo no será el mismo a partir
de este día… Es hora de desplegar un esfuerzo global concertado… contra todas
las fuentes de terror, consecuentemente durante seis o 10 años… Irán, Irak,
Libia”.
No nos corresponde discutir si Barak fue un profeta clarividente
o un poderoso paladín. El presidente de EE.UU. George W. Bush, manteniéndose
alerta, siguió su consejo y se adhirió al mensaje de el “cambio es bueno”,
fuera de alentar a los estadounidenses a que no olvidaran sus valores, lo que
incluía que les dijera que siguieran comprando. Algunas cosas no se pueden
cambiar; y la presidencia de Barack Obama, promovida por su atractivo eslogan
electoral, muestra que mientras más cambian las cosas, más siguen siendo
insensatas.
Pero al parecer no en Noruega. Anders Breivik, el asesino
terrorista de 77 personas, 69 de ellas adolescentes, fue declarado legalmente
sano por los médicos del tribunal, un título al que también aspiran Bush y
Obama. A diferencia de ellos, Breivik obtuvo su día en el tribunal, algo que la
ciudadela de los valores democráticos no otorgó a Osama bin Laden y a sus
presuntos asociados. A diferencia de bin Laden, sin embargo, Breivik es un
ciudadano de Noruega y tiene ciertos derechos a pesar de ser enemigo de sus
valores. Se podría esperar que todas las naciones occidentales acordaran
semejantes lujos a ciudadanos considerados enemigos, como el adolescente
musulmán estadounidense que fue asesinado por un drone del presidente Obama en
Pakistán este año. Pero no estamos preocupados por cosas como los valores en el
contexto de la política, en especial no en un año electoral cuando los
estadounidenses tienen tantas preocupaciones por la bajada del valor de sus
propiedades.
Unos días después del veredicto de Breivik, un dirigente
religioso israelí hizo su propio veredicto respecto a los enemigos
“islamofascistas” de su nación. El rabino Ovadia Yosef del partido Shas llamó a
los judíos a orar por la destrucción de Irán, “Cuando decimos ‘que nuestros
enemigos sean abatidos’ en Rosh Hashana, debemos dirigirnos contra Irán, los
seres malévolos que amenazan a Israel. Dios los abatirá y los matará”. Haaretz
informa de que el rabino había recibido la visita de altos funcionarios de la
defensa israelí, que lo persuadieron para que apoyara un posible ataque contra
Irán.
El rabino todavía no ha pronunciado ningún veredicto, sin
embargo, respecto al ataque de esa semana de una banda de más de cien israelíes
a cuatro jóvenes árabes a plena luz del día en pleno centro de Jerusalén. Los
medios se refirieron extrañamente al caso como un “intento de linchamiento”,
cualquier cosa para evitar un término más adecuado –“pogromo”– y esto en un
país que ha visto numerosos ataques de colonos a palestinos durante el año
pasado y los han llamado “venganza”, venganza contra ellos como represalias por
acciones del gobierno israelí contra los colonos. ¿Hay quien hable de
“hebreofascismo”?
Si se considera que Israel es aproximadamente un 30% más
grande que Noruega y que ni un solo israelí ha sido eliminado por los iraníes,
¿no habría que preguntarse por qué los dirigentes noruegos no han solicitado
que sus colegas religiosos pidan a Dios que aniquile a Breivik? Pero esa no
sería una analogía justa, porque los noruegos son conocidos por ir poco a la
iglesia y obviamente no rinden culto al mismo dios. ¿Pero se hubiera mantenido
en el poder un dirigente político estadounidense un año después del 11 de
septiembre y proclamado que la respuesta de EE.UU. al ataque sería “más
democracia, más apertura y más humanidad, pero nunca ingenuidad”? Bueno, es lo
que hizo el presidente noruego en el aniversario de la masacre de Oslo. ¿Cuán
insólito es eso?
Evacuado por el agujero de la memoria está el hecho de que
inmediatamente después del ataque de Breivik en Oslo los medios, así como el
presidente Obama, culparon del ataque a los “terroristas”, con todas las
connotaciones culturales de la palabra y con titulares pregonando el evento
como “el 11-S de Noruega”. Cuando resultó que el terrorista no era ningún
árabe, la máquina de sesgo funcionó a toda marcha. Tomando de la guía mediática
el caso de Timothy McVeigh, se consideró repentinamente que la siempre útil
palabra “terrorismo” era políticamente inapropiada. Se utilizó otra
nomenclatura, “extrema derecha”, “supremacista blanco”, “demente”, para
explicar a los oídos sensibles un atentado con bomba y un asesinato masivo
perpetrado por un blanco (cuya apariencia no se diferencia apenas de la de
muchos excelentes, jóvenes soldados estadounidenses) y dirigido primordialmente
a un grupo juvenil blanco que respalda absolutamente los derechos de los
palestinos.
El terrorismo, después de todo, solo puede involucrar actos
de violencia cometidos por gente que no se ve ni se viste como nosotros y
contra personas cuyas ideologías son favorables al gobierno de EE.UU. y sus
amigos, no importa cuán inamistosas puedan ser frecuentemente.
Pero el mayor problema de
la saga de Breivik tuvo que ver con sus creencias pro sionistas, pro
Israel. En su manifiesto online escribió reveladoramente: “Luchemos junto a
Israel, con nuestros hermanos sionistas contra todos los antisionistas”.
El hecho de que atentase contra el centro del gobierno de
Noruega, que haya criticado enérgicamente la ocupación israelí, que el objetivo
de su masacre fuera un grupo político juvenil que promueve activamente un
boicot económico a Israel y que el día antes de la masacre el campamento
recibiera al ministro de Exteriores de la nación para persuadirlo de sus puntos
de vista, debería provocar señales de alarma si se consideran los motivos
ideológicos de Breivik. Podrá ser demencial, pero no se puede decir que se
trate de supremacía blanca; de otra manera simplemente habría asesinado a
muchos inmigrantes de piel oscura que según él desprecia. Es un sentimiento, a
propósito, que comparte con demasiados colonos israelíes que están inspirados,
en parte, en el teórico sionista Vladimir Jabotinsky.
El manifiesto de Breivik estaba repleto de citas de
respetables pro israelíes de la línea dura, incluyendo a la que fue consejera
de política exterior de un candidato presidencial estadounidense de la época,
la obsequiosa pro israelí Michelle Bachman. Por lo tanto el problema de la
adhesión de Breivik al principio mismo de la existencia del Estado sionista de
Israel, al cual George W. Bush y Barack Obama, junto con la mayoría del
Congreso y el Senado han expresado su fidelidad, nunca se analizó, simplemente
se ha ignorado.
Las dos palabras que se vitaron cuidadosamente en el debate
de los medios respecto a Breivik fueron “sionismo cristiano”, con énfasis no en
el adjetivo sino en el sustantivo. Breivik, en su determinación, representa una
honestidad muy embarazosa que se encuentra pocas veces entre los que cuenta
como sus compañeros de lucha. Desde los columnistas pro israelíes de la línea
dura como Daniel Pipes y Frank Gaffey, a los que citó favorablemente en su
manifiesto, a los políticos republicanos y demócratas que regularmente prometen
una lealtad militante a AIPAC y a Israel, a las decenas de millones de
estadounidenses que mientras aporrean sus Biblias envían sus dólares a James
Hagee y otros tele-evangelistas, a los likudniks de Israel que los invitan a
Tel Aviv y aceptan alegremente esos dólares, el cemento que los une a todos es
la creencia bíblica de que la Tierra de Israel pertenece a los judíos y a nadie
más.
Ninguno de ellos, por supuesto, apoyaría públicamente el
método de Breivik para lograr sus objetivos y solo los menos educados de ellos
admitirían que son fundamentalistas con todo lo que significa. Pero su apoyo
general a EE.UU., a la OTAN y a la militancia israelí de los últimos 11 años
muestra que, como Breivik, están fundamentalmente unidos en la promoción de una
agenda expansionista sionista, justificada por las escrituras del Antiguo
Testamento. Todas sus posturas “humanitarias” sobre la propagación de la
democracia en Medio Oriente y la protección de los civiles de tiranos medievales
es el talit para promover una agenda sumamente primitiva que Breivik,
arrastrando sus nudillos solo un poco más cerca del suelo que sus mentores,
disputa solo en términos de tácticas.
El 11 de septiembre fue, probablemente, la última
oportunidad de EE.UU. de hacer un discurso político que incluía la pregunta:
¿Qué les hemos hecho para que nos hagan esto a nosotros? Los ataques de Breivik
podrían ser la primera oportunidad de la comunidad mundial para formular una
pregunta completamente diferente: Si les hizo esto a ellos, ¿qué quieren
hacernos aquéllos por los que lucha?
Muchos observadores creen que el carácter estadounidense ha
cambiado drásticamente desde el 11 de septiembre de 2001. Se equivocan;
simplemente ha evolucionado: Las victorias en dos guerras mundiales
solidificaron el ansia de dominación mundial de los dirigentes de EE.UU., un
apetito adquirido durante un siglo de robos de tierras a las tribus indígenas y
el robo del antiguo Imperio Español.
El temor y el odio al comunismo, décadas de vida bajo la
amenaza de la guerra nuclear, la vida a la sombra de los escándalos de
espionaje de la Guerra Fría, mentes repletas de la imaginería violenta del cine
y la televisión acentuaron la insolencia de los estadounidenses hacia “el otro”
y exacerbaron el racismo histórico que el movimiento por los derechos civiles
no logró erradicar, como lo muestra el racismo al revés de los partidarios de
Obama que califican incluso críticas serias de su persona como discurso
racista/de odio.
El flagelo del SIDA, los ciclos de escándalos de abuso
sexual –en gran parte patrañas o extravagantes exageraciones– hicieron más
cándidos a los estadounidenses, llevándolos a creer todo tipo de historias de
horror presentadas por los medios, y mucho más preocupados del valor de
involucrarse en relaciones emocionales interpersonales. Con la intensificación
de los temores, no es sorprendente que los estadounidenses sean altamente
susceptibles a creer en el mito de la victimización personal y su fe
acompañante en la inocencia personal, mientras se exige tolerancia cero para
todos los malhechores, con la excepción de sus propias excepcionales personas.
La convicción de décadas anteriores de que “No hay nada que
temer más que al propio miedo”, después del 11 de septiembre de 2001 se
convirtió en la máxima “Nunca se puede estar bastante seguro”. Liberales y
conservadores, ricos y pobres, a lo largo y ancho de la sociedad estadounidense
creen instintivamente que siempre se está en peligro. Los psicólogos lo llaman
paranoia; los teólogos, una conciencia sucia. No obstante, este sentido general
de inseguridad personal, contra el cual solo un Gran Hermano o Amigo Ricachón
podría ofrecer protección, es un terreno fértil para la aceptación general de
las torpes acciones de la seguridad Interior y las tiranías legalizadas de la
Ley Patriota.
La caída de las Torres Gemelas no hizo caer a los
estadounidenses en su propio ser y no los cambió drásticamente más de los que
Breivik cambió drásticamente a los noruegos. Ambos eventos sacaron a la luz lo
mejor y lo peor de ambas sociedades. Pero en uno de ellos lo peor ya iba
ganando terreno.
No obstante, no seamos demasiado duros a la luz de la
gravedad de lo que ha pasado. En nuestra admiración por el genio colectivo de
EE.UU., que es capaz de hacer limonada si le dan un limón, ofrecemos un detalle
del 11 de septiembre que nunca se ha mencionado.
Tres meses después de los ataques, durante un espectáculo
conmemorativo, el grupo de rock U2 se
presentó ante dos cortinas en forma de torres inscritas con los nombres de los
muertos. Al terminar el acto, mientras el estadio se estremecía por los
aplausos, dejaron caer repentinamente las cortinas al suelo. Un espectáculo
desgarrador. Aparte del aplauso inoportuno en las cortinas aparecían 6.000
nombres, el de las 6.000 personas a las que asesinó aquel día Osama bin Laden.
Seis mil, no tres mil.
No es necesario preocuparse de si los productores del show
corrigieron alguna vez su error o se disculparon ante los 3.000 estadounidenses
cuyos nombres explotaron en aras del show business. Como todos esos nombres, la
mayoría de los estadounidenses comprenden perfectamente que ganar o perder solo
es la medida de haber participado en el juego, o haber estado en el
espectáculo. Sabemos lo que cuenta y todos estamos en lo mismo.
Simplemente no os preguntéis en qué clase de espectáculo
nos hemos metido. Especialmente no en un año electoral.
Michael Robeson es un expatriado estadounidense de mediana
edad que vive en Roma.
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Fuente:
http://www.atimes.com/atimes/Global_Economy/NI11Dj01.html
rCR
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