¡Es la ideología, estúpido!
Por Ricardo Forster
El papel de los medios de comunicación concentrados ha sido y sigue siendo fundamental en la estrategia neoliberal allí donde las fuerzas tradicionales han quedado desguarecidas y sus recursos políticos devaluados ante la opinión pública.
Beatriz sarlo. Con la escenografía de 6, 7, 8 detrás, criticó los informes del programa y dejó alguna frase festejada por la oposición.
Es la ideología, estúpido! Esta podría ser la frase con la que dar cuenta de lo que viene sucediendo en el panorama político argentino. Una frase que, cambiado el adjetivo que en su momento había utilizado Bill Clinton para desarmar a los republicanos, nos remite a la insistencia con la que la derecha autóctona proclama, más por ignorancia que por convicción, que da lo mismo ser de izquierda o de derecha, liberal o dirigista, seguidor de Perón o de Alsogaray, nostálgico de la Unión Soviética o fervoroso apologista de Ronald Reagan; lo importante, agregan frunciendo las cejas y tratando de ofrecer una imagen de seriedad y concentración intelectual, es darle forma a “una gestión que resuelva los problemas de la gente”. Eso le ha permitido a Mauricio Macri, por ejemplo, ir por el mundo dando pruebas irrefutables de su analfabetismo político enmascarado, como no puede ser de otro modo, por la abrumadora tilinguería de sus frases ahuecadas. Sorprende que algunos intelectuales con alto predicamento en los medios hegemónicos recurran al mismo arsenal argumentativo del macrismo, es decir, a la más ramplona desideologización, a la hora de eludir analizar qué está en juego en nuestro país.
Frase rutilante aquella que apela a “la gente”, con la que creen zanjar cualquier discusión y, sobre todo, cualquier desafío en el que se ponga a prueba desde dónde dicen lo que dicen. A ellos, a los actuales herederos de la despolitización de los noventa, a los cultores de un posmodernismo hueco y banal, ese que les permitía regocijarse con el fin de las ideologías anunciado a los cuatro vientos por los voceros del neoliberalismo triunfante, los sigue seduciendo el enlace entre “la gestión”, entrecomillada porque es la palabra con la que más se llenan la boca, y la lógica que emana del mundo empresarial, santo y seña de lo que mejor expresa el desplazamiento de la política a cuarteles de invierno en donde apenas si deberá prepararse para escribir sus memorias.
Sin ninguna incomodidad, y como si desde siempre se hubieran instalado en ese tipo de argumentación, escuchamos por doquier que lo que importa es la gestión, la buena administración de los asuntos gubernamentales desprovistos de cualquier forma de “contaminación” ideológica o de cualquier referencia que establezca las relaciones entre un determinado discurso y las formas del poder económico. Del mismo modo que la derecha suele bregar por la lógica del olvido a la hora de revisar el pasado, sabiendo que de esa manera intenta ocultar a los ojos de la sociedad sus propias responsabilidades en lo peor de ese pasado, los promotores de la despolitización buscan silenciar sus dependencias con los poderes de las grandes corporaciones económico mediáticas que siguen ejerciendo su capacidad de cooptación sobre políticos de distinto pelaje e intelectuales que incluso se reclaman como progresistas mientras vuelcan sus intervenciones públicas en los grandes medios del conservadurismo vernáculo.
En esta danza en la que nadie tiene pasado ni es deudor de ninguna tradición previa, todos parecen gozar del anonimato que nace de estar reciclándose permanentemente. No es casual encontrar ex menemistas en el seno del kirchnerismo (estarían con cualquiera que les garantizara un lugar bajo la sombra del gobierno y no han dejado de travestirse de acuerdo al cambio de los vientos de la historia), de la misma manera que antiguos izquierdistas han olvidado su procedencia a la hora de cerrar filas con los poderes concentrados del capital o, más elocuentemente, al elegir escribir o hablar desde las empresas comunicacionales que expresan los intereses de los grupos económicos concentrados o que desde antiguo son la voz doctrinaria de la derecha argentina. Todos prefieren mirar hacia el costado con cara de yo no fui. O, para simular más y mejor, atrincherarse en la agudísima reflexión que nos recuerda aquello de que vivimos en una época posideológica, que nada es igual después de la caída del Muro de Berlín y que sólo los testarudos y los dogmáticos que habitan fuera de la realidad todavía insisten con reclamar esa antigualla de la pertenencia ideológica.
Todo, absolutamente todo, se ha convertido, para nuestros amnésicos, en lenguaje enmascarador que no oculta otra cosa que el dominio absoluto de la forma por sobre el contenido. Para los propagadores enfervorizados de los lenguajes empresariales como núcleo de la nueva administración de los asuntos sociales, lo importante es el envoltorio, el giro esteticista que transforma a un candidato sin ninguna dote en una estrella rutilante del firmamento mediático. Es el tiempo de los magos del marketing y de los encuestólogos, de todos aquellos que desprecian cualquier referencia a la ideología como expresión de anacronismo insostenible. Pronunciar una palabra que remita al territorio de las ideas políticas supone, para esta visión, una caída en lo arcaico, la manifestación de una melancolía insoportable. Por derecha se afirma, una vez más, el arribo a una época sin identidades ni tradiciones, carente de ideología y dispuesta sólo a dejarse conducir por los lenguajes del pragmatismo y la gestión empresarial y, por izquierda y arropado en sutiles retóricas a la moda, escuchamos a prestigiosos críticos culturales reducir lo caudaloso de la escena argentina a una extensión, algo más sofisticada, de la espectacularización mediática desplegada por el menemismo en los ’90, como si lo que viene aconteciendo desde mayo de 2003 no fuera otra cosa que una prolongación de las estéticas audiovisuales promotoras de la lógica de lo que una autora ha denominado el predominio de “celebrityland”. La palabra que suele utilizarse desde una cierta oposición que se dice progresista es “impostura”. Todo sería un juego de espejos que escondería la continuidad perversa de las políticas neoliberales enmascaradas en retórica nacional popular. El kirchnerismo, para estos sectores, constituiría el grado máximo de la ficcionalización de la política con lo que estaríamos situados plenamente en un tiempo posideológico. Esta rara pirueta teórica sitúa a esta crítica en un andarivel semejante al de la derecha que se apresura a darle cobijo en sus espacios comunicacionales.
De ese modo, tanto la oposición política como algunos intelectuales que reivindicándose como progresistas escriben sesudas columnas desde el diario liberalconservador, no sienten ningún reparo al mezclar el agua con el aceite o, simplemente, al desnutrir de cualquier referencia ideológica tanto sus decisiones a la hora de darles forma a las alianzas electorales o al analizar el funcionamiento de los medios de comunicación concentrados. Me explico. Para los radicales que orbitan alrededor de Ricardo Alfonsín parece ser lo mismo cerrar acuerdos con De Narváez que con los socialistas de Binner; se trataría, en todo caso, de aspirar a englobar a toda la oposición para dar una batalla con posibilidades de ir más allá de lo testimonial en las elecciones de octubre. No hay, como es obvio, ni programa ni ideas que le den una pista al ciudadano de cuál sería la matriz ideológica que subyacería a esos acuerdos. ¿Para qué distraerse con esa antigüedad que huele a naftalina?
No muy distinta fue la respuesta, a medias, que dio Beatriz Sarlo cuando en su tan festejada participación en 6, 7, 8 se negó a indagar por la estructura del poder que habita el universo de los medios de comunicación, señalando que casi todo se reducía a un tema de rating vinculado al negocio empresarial en el que la ideología poco y nada tiene que ver. Para Sarlo, Chiche Gelblung es apenas una pieza en el esquema empresarial del Grupo Clarín que, como buen exponente de la época, no tiene inconveniente alguno en darles la franja de la tarde a Tenembaum y a Zlotogwiazda. En estos tiempos sin ideología regresamos a la poética de Cambalache, y el señor Magnetto no es otra cosa que un hábil programador que tiene como único objetivo dominar la franja del prime time radial. Lo que en todo caso no ve o no quiere ver Sarlo es que allí radica el núcleo del discurso y la práctica de la ideología neoliberal de época. En esa mezcla de la que nadie tiene que dar explicaciones, en ese rejunte de lo distinto como manifestación de “la amplitud” democrática de la empresa. Declarar, entre sorprendida e irónica, que no hay respuesta a la pregunta por el lugar del poder a la hora de analizar el funcionamiento de los medios de comunicación concentrados, constituye un ingrediente más en la cocina de esta crítica desideologizante que prefiere surfear por las olas autónomas de los lenguajes mediáticos descomprometiéndose de cualquier referencia a la significación política del lugar de enunciación. Dime desde dónde hablas y te diré qué intereses defiendes.
Alfonsín, hijo, es más pedestre a la hora de justificar su decisión de ir con De Narváez pero reclamando, eso sí, su condición de “progresista”. Para él se trata de capturar votos sin importar de dónde provengan. La máquina electoral, finalmente capturada por los tecnócratas del mercado comunicacional que han querido transformar la política en una mercancía más, se desplaza ausente de ideología por todo el espinel de las ofertas partidarias con el solo objetivo de vender mejor y a más votantes su producto cuidadosamente pasteurizado. Sarlo, que dice que lee La Nación y Página 12 para abarcar el arco que va de la derecha a la izquierda, elige finalmente escribir semana tras semana en “la tribuna de doctrina” junto a los Grondona, los Pagni y los Morales Solá o, cuando es más juguetona, prefiere utilizar los micrófonos de Radio Mitre junto a Zlotogwiazda para mostrar su amplitud discursiva. Para ellos, claro, la forma es el contenido aunque, estimado lector, eso nunca hay que decirlo porque a esta altura de las sofisticaciones teóricas ya nadie habla de ese modo y apelando a tan vetustas y arcaicas categorías. Cuidado, nos dicen, con recaer en la visión sesentista, con perder de vista que estamos situados en otra época del mundo.
Lo cierto es que los años que se abrieron desde 2003 entre nosotros pero que encuentran su correlato en otros países de América latina, constituyen la expresión de un elocuente y decisivo giro histórico que, entre otras cosas, nos plantea la necesidad de aguzar la perspectiva de la crítica sabiendo que el proyecto neoliberal no sólo se ha desplegado en el ámbito de las relaciones económicas y en su conquista brutal del mercado mundial, sino que ha tenido un correlato indispensable en la construcción de nuevas formas de subjetivación y en el emplazamiento de dispositivos cultural simbólicos que apuntalan esas transformaciones estructurales de la vida social y económica. El papel de los medios de comunicación concentrados ha sido y sigue siendo fundamental en la estrategia neoliberal allí donde las fuerzas tradicionales han quedado desguarecidas y sus recursos políticos devaluados ante la opinión pública. Tal vez por eso sea conveniente insistir, una vez más como lo hace cierta interpretación en clave “progresista”, que da lo mismo “la Biblia que el calefón” y que la actualidad argentina no es otra cosa que una astuta y enmascarada prolongación de los ’90 menemistas. Mientras tanto, y como un modo de ejercer la independencia, se elige escribir y hablar desde los órganos del poder mediático pero todo en nombre de los ideales de una verdadera república saqueada por la impostura populista y su máquina propagandística. Claro que, como decía Bill Clinton, una vez más: ¡es la ideología, estúpido!
Frase rutilante aquella que apela a “la gente”, con la que creen zanjar cualquier discusión y, sobre todo, cualquier desafío en el que se ponga a prueba desde dónde dicen lo que dicen. A ellos, a los actuales herederos de la despolitización de los noventa, a los cultores de un posmodernismo hueco y banal, ese que les permitía regocijarse con el fin de las ideologías anunciado a los cuatro vientos por los voceros del neoliberalismo triunfante, los sigue seduciendo el enlace entre “la gestión”, entrecomillada porque es la palabra con la que más se llenan la boca, y la lógica que emana del mundo empresarial, santo y seña de lo que mejor expresa el desplazamiento de la política a cuarteles de invierno en donde apenas si deberá prepararse para escribir sus memorias.
Sin ninguna incomodidad, y como si desde siempre se hubieran instalado en ese tipo de argumentación, escuchamos por doquier que lo que importa es la gestión, la buena administración de los asuntos gubernamentales desprovistos de cualquier forma de “contaminación” ideológica o de cualquier referencia que establezca las relaciones entre un determinado discurso y las formas del poder económico. Del mismo modo que la derecha suele bregar por la lógica del olvido a la hora de revisar el pasado, sabiendo que de esa manera intenta ocultar a los ojos de la sociedad sus propias responsabilidades en lo peor de ese pasado, los promotores de la despolitización buscan silenciar sus dependencias con los poderes de las grandes corporaciones económico mediáticas que siguen ejerciendo su capacidad de cooptación sobre políticos de distinto pelaje e intelectuales que incluso se reclaman como progresistas mientras vuelcan sus intervenciones públicas en los grandes medios del conservadurismo vernáculo.
En esta danza en la que nadie tiene pasado ni es deudor de ninguna tradición previa, todos parecen gozar del anonimato que nace de estar reciclándose permanentemente. No es casual encontrar ex menemistas en el seno del kirchnerismo (estarían con cualquiera que les garantizara un lugar bajo la sombra del gobierno y no han dejado de travestirse de acuerdo al cambio de los vientos de la historia), de la misma manera que antiguos izquierdistas han olvidado su procedencia a la hora de cerrar filas con los poderes concentrados del capital o, más elocuentemente, al elegir escribir o hablar desde las empresas comunicacionales que expresan los intereses de los grupos económicos concentrados o que desde antiguo son la voz doctrinaria de la derecha argentina. Todos prefieren mirar hacia el costado con cara de yo no fui. O, para simular más y mejor, atrincherarse en la agudísima reflexión que nos recuerda aquello de que vivimos en una época posideológica, que nada es igual después de la caída del Muro de Berlín y que sólo los testarudos y los dogmáticos que habitan fuera de la realidad todavía insisten con reclamar esa antigualla de la pertenencia ideológica.
Todo, absolutamente todo, se ha convertido, para nuestros amnésicos, en lenguaje enmascarador que no oculta otra cosa que el dominio absoluto de la forma por sobre el contenido. Para los propagadores enfervorizados de los lenguajes empresariales como núcleo de la nueva administración de los asuntos sociales, lo importante es el envoltorio, el giro esteticista que transforma a un candidato sin ninguna dote en una estrella rutilante del firmamento mediático. Es el tiempo de los magos del marketing y de los encuestólogos, de todos aquellos que desprecian cualquier referencia a la ideología como expresión de anacronismo insostenible. Pronunciar una palabra que remita al territorio de las ideas políticas supone, para esta visión, una caída en lo arcaico, la manifestación de una melancolía insoportable. Por derecha se afirma, una vez más, el arribo a una época sin identidades ni tradiciones, carente de ideología y dispuesta sólo a dejarse conducir por los lenguajes del pragmatismo y la gestión empresarial y, por izquierda y arropado en sutiles retóricas a la moda, escuchamos a prestigiosos críticos culturales reducir lo caudaloso de la escena argentina a una extensión, algo más sofisticada, de la espectacularización mediática desplegada por el menemismo en los ’90, como si lo que viene aconteciendo desde mayo de 2003 no fuera otra cosa que una prolongación de las estéticas audiovisuales promotoras de la lógica de lo que una autora ha denominado el predominio de “celebrityland”. La palabra que suele utilizarse desde una cierta oposición que se dice progresista es “impostura”. Todo sería un juego de espejos que escondería la continuidad perversa de las políticas neoliberales enmascaradas en retórica nacional popular. El kirchnerismo, para estos sectores, constituiría el grado máximo de la ficcionalización de la política con lo que estaríamos situados plenamente en un tiempo posideológico. Esta rara pirueta teórica sitúa a esta crítica en un andarivel semejante al de la derecha que se apresura a darle cobijo en sus espacios comunicacionales.
De ese modo, tanto la oposición política como algunos intelectuales que reivindicándose como progresistas escriben sesudas columnas desde el diario liberalconservador, no sienten ningún reparo al mezclar el agua con el aceite o, simplemente, al desnutrir de cualquier referencia ideológica tanto sus decisiones a la hora de darles forma a las alianzas electorales o al analizar el funcionamiento de los medios de comunicación concentrados. Me explico. Para los radicales que orbitan alrededor de Ricardo Alfonsín parece ser lo mismo cerrar acuerdos con De Narváez que con los socialistas de Binner; se trataría, en todo caso, de aspirar a englobar a toda la oposición para dar una batalla con posibilidades de ir más allá de lo testimonial en las elecciones de octubre. No hay, como es obvio, ni programa ni ideas que le den una pista al ciudadano de cuál sería la matriz ideológica que subyacería a esos acuerdos. ¿Para qué distraerse con esa antigüedad que huele a naftalina?
No muy distinta fue la respuesta, a medias, que dio Beatriz Sarlo cuando en su tan festejada participación en 6, 7, 8 se negó a indagar por la estructura del poder que habita el universo de los medios de comunicación, señalando que casi todo se reducía a un tema de rating vinculado al negocio empresarial en el que la ideología poco y nada tiene que ver. Para Sarlo, Chiche Gelblung es apenas una pieza en el esquema empresarial del Grupo Clarín que, como buen exponente de la época, no tiene inconveniente alguno en darles la franja de la tarde a Tenembaum y a Zlotogwiazda. En estos tiempos sin ideología regresamos a la poética de Cambalache, y el señor Magnetto no es otra cosa que un hábil programador que tiene como único objetivo dominar la franja del prime time radial. Lo que en todo caso no ve o no quiere ver Sarlo es que allí radica el núcleo del discurso y la práctica de la ideología neoliberal de época. En esa mezcla de la que nadie tiene que dar explicaciones, en ese rejunte de lo distinto como manifestación de “la amplitud” democrática de la empresa. Declarar, entre sorprendida e irónica, que no hay respuesta a la pregunta por el lugar del poder a la hora de analizar el funcionamiento de los medios de comunicación concentrados, constituye un ingrediente más en la cocina de esta crítica desideologizante que prefiere surfear por las olas autónomas de los lenguajes mediáticos descomprometiéndose de cualquier referencia a la significación política del lugar de enunciación. Dime desde dónde hablas y te diré qué intereses defiendes.
Alfonsín, hijo, es más pedestre a la hora de justificar su decisión de ir con De Narváez pero reclamando, eso sí, su condición de “progresista”. Para él se trata de capturar votos sin importar de dónde provengan. La máquina electoral, finalmente capturada por los tecnócratas del mercado comunicacional que han querido transformar la política en una mercancía más, se desplaza ausente de ideología por todo el espinel de las ofertas partidarias con el solo objetivo de vender mejor y a más votantes su producto cuidadosamente pasteurizado. Sarlo, que dice que lee La Nación y Página 12 para abarcar el arco que va de la derecha a la izquierda, elige finalmente escribir semana tras semana en “la tribuna de doctrina” junto a los Grondona, los Pagni y los Morales Solá o, cuando es más juguetona, prefiere utilizar los micrófonos de Radio Mitre junto a Zlotogwiazda para mostrar su amplitud discursiva. Para ellos, claro, la forma es el contenido aunque, estimado lector, eso nunca hay que decirlo porque a esta altura de las sofisticaciones teóricas ya nadie habla de ese modo y apelando a tan vetustas y arcaicas categorías. Cuidado, nos dicen, con recaer en la visión sesentista, con perder de vista que estamos situados en otra época del mundo.
Lo cierto es que los años que se abrieron desde 2003 entre nosotros pero que encuentran su correlato en otros países de América latina, constituyen la expresión de un elocuente y decisivo giro histórico que, entre otras cosas, nos plantea la necesidad de aguzar la perspectiva de la crítica sabiendo que el proyecto neoliberal no sólo se ha desplegado en el ámbito de las relaciones económicas y en su conquista brutal del mercado mundial, sino que ha tenido un correlato indispensable en la construcción de nuevas formas de subjetivación y en el emplazamiento de dispositivos cultural simbólicos que apuntalan esas transformaciones estructurales de la vida social y económica. El papel de los medios de comunicación concentrados ha sido y sigue siendo fundamental en la estrategia neoliberal allí donde las fuerzas tradicionales han quedado desguarecidas y sus recursos políticos devaluados ante la opinión pública. Tal vez por eso sea conveniente insistir, una vez más como lo hace cierta interpretación en clave “progresista”, que da lo mismo “la Biblia que el calefón” y que la actualidad argentina no es otra cosa que una astuta y enmascarada prolongación de los ’90 menemistas. Mientras tanto, y como un modo de ejercer la independencia, se elige escribir y hablar desde los órganos del poder mediático pero todo en nombre de los ideales de una verdadera república saqueada por la impostura populista y su máquina propagandística. Claro que, como decía Bill Clinton, una vez más: ¡es la ideología, estúpido!
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